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EDITORIAL: «Voy a quejarme de los que se quejan»

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Por Rodrigo Hinojosa

Algunos caminamos en nuestra niñez con los pies descalzos, o zapatillas gastadas porque fueron usadas por algún primo, algunos comimos en comedores escolares, algunos acompañamos a nuestras madres a desgranar ajo, algunos supimos del frío en el invierno, algunos miramos con inocencia como otros viajaban y se llevaban el dos por uno en Miami o se abrazaban con un mikey mouse en Disneyworld, algunos, los más, sufrimos el desempleo de nuestros padres, el rigor  de la pobreza, la falta de oportunidades. ¿Quién puede medir cuánto afecta en la vida de un niño que su mochila para ir a la escuela sea la misma año tras año? ¿Qué variable económica mide cuánto afecta a un niño comer en un comedor escolar lejos de su familia, solo por el hecho de que en su casa no alcanza para todos la comida? ¿Hay índices que midan la tristeza de un jefe de familia que no lleva el pan a su mesa?

Hace algunos años vimos instalada en plena Plaza de Mayo una carpa blanca que resistía los embates del neoliberalismo a la educación pública, vimos con tristeza hacerse pelota negocios de años levantados a fuerza de trabajo por nuestras familias, asistimos incrédulos al festín de un par de atorrantes que condenaban a la pobreza a un pueblo entero, el circo fue tal, que nadie logró percibir el saqueo, y los que se quejaron fueron tomados por inadaptados, locos que no querían sumarse a la ola mundial de la globalización. Hace algunos años, nuestro país vivió lo que los historiadores denominaron la “segunda década infame”: fuimos sumergidos, globalizados, que es más o menos parecido a colonizados; lo nuestro, lo propio, es decir nuestra producción, nuestros recursos, nuestras industrias, dejaron de ser nuestras y en muchos casos dejaron de existir.

Pero como reza algún proverbio, no hay mal que dure cien años y en la Argentina de la tragedia eterna, por fin no hubo excepción a la regla. Solo basta con mencionar algunos datos: 6% del PBI en educación, cinco millones de puestos de trabajo nuevos, crecimiento sostenido de la economía a tasas del 8% anual, (si no le crees a las estadísticas, revisa cuanto creció tu negocio en los últimos años, o mejor aún ¿te has dado cuenta que en los últimos años muy pocos negocios, por no decir ninguno, ha desaparecido?). En inclusión social, dos hitos: Programa Conectar Igualdad y Asignación Universal por Hijo, por no nombrar los cientos de programas que apuntan a remediar las desigualdades sociales, entre otros tantos avances. Ahora bien, tratando de reflexionar, de entender, de lograr descifrar ¿Qué es lo que motiva la queja permanente de diversos sectores sociales? ¿Es tan difícil retrotraernos a la década del noventa, o al menos al 2001? ¿Cuánto tiempo ha pasado? Cuando nos quejamos, ¿De qué nos quejamos? ¿En base a qué? ¿Comparado con quién? Estas preguntas merecerían una reflexión de tipo sociológica para su análisis, pero, aunque sea, podríamos dedicarles una reflexión personal y social, como comunidad.

Sin duda que la queja está incorporada en nuestro ser, es entendible en tanto y  en cuanto sean razonables nuestros reclamos, justificados. Pero hace algún tiempo que escucho a docentes, empresarios, trabajadores que han encontrado buena posición económica, sectores ampliamente beneficiados en los últimos años, reiterar permanentemente sus quejas. Basta con caminar algunos barrios para darnos cuenta cómo ha crecido el poder adquisitivo de estos sectores: construcción y ampliación de casas, autos cero kilómetro, vacaciones. Basta con ver las rutas en algún fin de semana largo para comprobar que la situación de muchas personas no se corresponde con sus insistentes reiteraciones sobre “lo mal que nos va”. Ahora bien, ¿Está mal disfrutar de una buenas vacaciones,  comprarse un cero quilómetro o ampliar nuestras casas? Sin duda que no, y cada uno merece lo que con trabajo adquiere, pero parecería un acto de desinteligencia promover estados de ánimo negativos, quejosos, cuando las situaciones no se corresponden, cuando nos comparamos con pasados recientes poco benévolos, y sobre todo cuando pese a las cotidianeidades (el aumento de la yerba) nos va sustancialmente bien. Y más aún, cuando todavía quedan sectores que no han encontrado los beneficios de los cuales muchos disfrutan.

Comencé este escrito quejándome de una infancia poco benévola, es la infancia de muchos argentinos, pero reconocer en el tiempo que las cosas han cambiado no es un acto de complacencia con el poder de turno, es un sinceramiento con el presente que permite mirar con esperanza el futuro. Creo que, permanecer acríticos es un signo de adormecimiento, pero vivir de la crítica es, a mi criterio, un suicidio social en estos tiempos de buenas venturas. Habrá que reaprender a cuestionar, hilar fino, comprender quién es quién, ubicarnos y saber dónde estamos parados, pero por sobre todo valorar lo que hoy como pueblo tenemos.