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Opinión: “Verso a verso, golpe a golpe”

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golpe a golpeEn los últimos tiempos se ha instalado el término golpe blando para definir una nueva manera de apalear a los gobiernos democráticos. Para Luis Bruschtein: “consiste en travestir a una minoría en mayoría, amplificar sus reclamos, crispar las controversias y enfrentamientos y desgastar a la verdadera mayoría que gobierna, hasta hacerla caer…” Para esto juegan un papel central los medios de comunicación hegemónicos, quienes tienen la habilidad y la fuerza para amalgamar a esas minorías, convertir los intereses particulares en bienestar general y a los candidatos escuálidos en líderes de opinión.

Un grupo de presidentes populares sudamericanos –léase Correa, Maduro, Evo, Dilma y Cristina- vienen siendo denostados y atacados por minorías conservadoras rígidas y progresistas flácidas. Justamente todos esos mandatarios han llegado al gobierno de sus países por el respaldo democrático mayoritario de sus pueblos.

Incapaces de organizarse con consistencia política, con un chamuyo neoliberal tosco o solapado, articulados sobre el denuncismo serial y funcionales al poder concentrado, los atacantes y sus aliados mediáticos instalan en la opinión publicada lo que no pueden conseguir en los resultados electorales.

Es cierto que no basta con elecciones cada dos años para alcanzar la democracia. “Si la mayoría que gobierna no respeta a las minorías, hay una democracia imperfecta”, nos dice Bruschtein, y agrega: “…pero si sucede al revés, si las minorías quieren imponerse sobre las mayorías que ganaron elecciones, ya ni siquiera es una democracia imperfecta, sino que es una dictadura. De eso se tratan los golpes blandos”.

Esas minorías construyen un discurso con el que se pondera o desvaloriza el voto mayoritario según la cara del votante y el destino de su elección. Por ejemplo, Evo Morales en diciembre de 2009 ganó las elecciones presidenciales mediante un respaldo popular del 62%. Sin embargo, el diario La Nación tituló: “Arrasó Evo Morales y su poder será casi total. Habría logrado el control del Parlamento; temen una dictadura”.

A dos días del golpe cívico-militar fallido contra el gobierno de Hugo Chávez en abril de 2002, este mismo diario La Nación justificó el quiebre de las instituciones democráticas venezolanas. Editorializó entonces: “la ruidosa caída del gobierno de Hugo Chávez tiene un significado aleccionador: confirma cuál suele ser la suerte final de quienes asumen la conducción de un país adoptando actitudes mesiánicas y comportándose como supuestos líderes providenciales” y elogió al empresario golpista Pedro Carmona: “el nuevo mandatario designado, es reconocido como un hombre probo y un ciudadano con relevantes antecedentes. Es de esperar que esas cualidades sean puestas al servicio de la reconstrucción de la democracia venezolana sobre bases genuinas de transparencia y eficacia…”

En 2012, un año después de que Cristina obtuviera el 54% de los votos en elecciones democráticas, Bartolomé Mitre, el sucesor tan Bartolomé y tan Mitre de aquel fundador del diario La Nación, declaró a la revista brasilera Veja que Cristina encabezaba “una dictadura de los votos. (…) Ni el gobierno de Perón ni el de la dictadura militar llegaba a tanto. Todo parece nacer de Cristina. (…) Hay una elite de este país que piensa de una manera y una clase baja que no se informa, no escucha, no toma conciencia y sigue a la Presidenta. Cuanto menos cultura hay, Cristina obtiene más votos”.

El diario de los Mitre, obviamente nunca estuvo en la vereda de las mayorías de negros, choripaneros y brutos. Siempre ocupó el lugar de los blancos, pulcros y republicanos, impulsando o apoyando desde su tribuna de doctrina cuanto golpe de estado cívico-militar sufrió el pueblo argentino. Ponían la pava o se tomaban los mates en esas relaciones carnales con los beneficiarios del largo genocidio del siglo XX.

Cuando las dictaduras fueron recias, el diario La Nación jugó de gran constructor y difusor del verso golpista y articulador de los consensos necesarios para generar el clima desestabilizante. Porque a los palos precedieron las palabras, a los fusiles y a la botas, el discurso que se fusionaba en la locuacidad milica.

En 1990 Horacio Verbitsky compendió y analizó en su libro Medio siglo de proclamas militares más de cuarenta documentos castrenses, donde no sólo se refleja el pensamiento de las fuerzas armadas sino también el discurso dominante del ámbito civil.

De la lectura de las proclamas surgen puntos comunes entre aquella verba de los viejos golpes duros y la de estos nuevos palos blandos. No son iguales ni el contexto histórico es el mismo aunque, más allá de los métodos y manuales para pegar, hay un sustrato ideológico continuista, un relato que los conecta.

Las viejas -o no tanto- proclamas militares apelan a denunciar la corrupción. En casi todas hay una intencionalidad clara de demonizar a la política y a los políticos. Se habla de corrupción administrativa, ausencia de justicia, despilfarro, politiquería, descrédito internacional, incultura agresiva, abuso, atropello, fraude, mayoría sumisa y servil, venalidad, peculado, autoritarismo, etc. Denuncian la inmoralidad, la desintegración social, la destrucción de la familia, los atentados contra la propiedad y la vida y la amenaza de un enemigo interno, subversivo o de ideas ajenas a nuestro ser nacional. Suele estar presente la idea de reorganización o recuperación de una patria perdida y de tradiciones olvidadas. Prima entonces el concepto de reconquista por sobre la construcción de un futuro.

Los golpistas se ofrecen como el orden frente a un país sumido en el caos, la anarquía, la ruina; los salvadores que tienen la misión de rescatar a la nación amenazada.

Sin embargo -verso a verso, golpe a golpe- cada uno de los gobiernos de facto, esas minorías en el poder con la razón de las bestias, hicieron exactamente lo contrario de sus proclamas. Sin chingarle ni un tantito.

Ricardo Nasif para La Quinta Pata