La semántica al palo. Cepo. El poder mediático hegemónico supo imponer la palabra sin mayores resistencias. Difícilmente algún argentino haya esquivado esta semana ese término para aludir a la restricción legal de la compra-venta de divisa extranjera. Ya está, era el cepo y el cepo ya fue, c´est fini.
Los grandes diarios aún contradicen el sustantivo buitre con el insípido holdouts pero fueron muy eficientes en la construcción conceptual del término cepo, el nombre propio que hunde raíces en una histórica herramienta de tortura. “ Y el lomo le hinchan a golpes,/ y le rompen la cabeza, / y luego con ligereza, / ansí lastimao y todo, / lo amarran codo a codo / y pa el cepo lo enderiezan. / Áhi comienzan sus desgracias, / áhi principia el pericón…”, recita Martín Fierro en el siglo XIX y cuenta de las penurias de los gauchos que no se sosiegan, quienes son castigados y luego empujados a la frontera contra el malón.
En los campos argentinos, en las plazas públicas, en los calabozos, se amarraban de pies y manos al cepo a los insubordinados del orden, la ley, la moral y las buenas costumbres, recreando así una larga saga de crueldad. El cepo es prisión, dolor, castigo, tortura. Es fácil entonces deducir un listado de antípodas: libertad, independencia, placer, alegría… Si el dólar ha sido secuestrado y vejado, su liberación debe ser causa de celebración, de la exaltación del ¡por fin!, del deseo de un nunca más.
Fin del cepo (Los Andes), Macri eliminó el cepo (Diario Uno), Se levantó el cepo al dólar (El Sol). El cepo en primera plana mendocina el día del fin. Jueves 17 de diciembre, día agradable, desde temprano la gente -en realidad apenas 30 personas- se agolpan en la puerta de Cambio Santiago, nuestro Santo Patrono del Dólar y epicentro de la city financiera acomplejada de inferioridad. Hombres y mujeres hacen fila sin suerte para obtener sus certificados de libertos. Los dólares no salen de las cuevas, por más que a sólo cincuenta metros una decena de arbolitos agiten el “cambio, cambio, dólares, cambio” para ofrecer los verdes desde 14,50 a 15 pesos cada uno.
Putea el vendedor de praliné en la esquina de San Martín y Catamarca, en voz alta se queja de que hace chiquicientos años que no ve tanta gente y putea a esa misma gente que no aprende nada. Putea a Macri, putea a Cristina y, si pudiese armar una listado, putearía desde Celestino Rodrigo hasta el ministro de la fecha.
Encabeza la cola del camino de Santiago un anciano, presumo que tiene más de 70 años, sus ropas son pobres, tiene un bigote escaso y canoso y una gorra raída con la marca Selz. Me le acerco, me cuenta con discreción que es jubilado, que pudo jubilarse gracias a una moratoria del gobierno anterior y que quiere comprar dólares. Por qué le pregunto, porque quiero cambiar me dice, por qué le reitero, porque quiero cambiar me repite, quiero cambiar me dice varias veces como si comenzara una retahíla. Voy a comprar al precio que esté, fue lo último que responde a mis insistencias, se queda en silencio y yo también, como si nos acompañáramos. Miro por primera vez sus pies, su zapato derecho está descocido desde vaya a saber hace cuánto tiempo. Inevitablemente pienso por qué un jubilado pobre con el zapato roto está primero en la fila de una casa de cambio esperando comprar dólares, qué pensamientos -que prejuzgo ajenos- se metieron estos años en su cabeza aguardando la esperanza en la guita yanqui, si esta película ya la vio tantas veces como el vendedor de praliné, si ya sabe cómo termina.
Miro por segunda vez los zapatos del viejo y me acuerdo de mi abuelo, que cuando lo tuve vivo tenía esa misma edad. “Antes de Perón yo me cocía las alpargatas, con Perón de vez en cuando me compraba zapatos”, decía mi abuelo Romero cuando solía enumerar las causas por las que se hizo peronista. Miro incrédulo por tercera vez los zapatos del anciano esperando, le saco unas fotos justo cuando sale un empleado de Cambio Santiago para decirle a los pacientes y a la prensa en guardia que no sabe “nada de nada, de nada, de nada”, que más tarde van a tener precio y recién entonces podrán comenzar a vender. Inmediatamente la cola se dispersa decepcionada y pierdo al abuelo de vista.
Camino de vuelta por San Martín, un arbolito me ofrece un dólar a 14,80 y me explica, como avezado operador cambiario, que hay mucha incertidumbre, que no va a subir por encima de quince, que igualmente el dólar negro no va desaparecer porque hay mucha guita clandestina dando vueltas sin entrar a las casas de cambio, que este negocio es una timba donde se corren riesgos, pero que tienen laburo para rato.
Sigo mi camino, a pocos metros un lisiado, amputado en ambas piernas, pide limosnas sacudiendo sus pesos devaluados en un vaso grande de Coca del cine, donde leo en inglés: The Avengers -Los Vengadores-.
La revancha oligárquica está en cierne. Por abajo no empieza con fiesta el día uno del fin del cepo.
Por Ricardo Nasif en La 5ta Pata