“No quiero saber absolutamente nada de pacificar relaciones con esta gente. No quiero ni diálogo ni consenso con quienes vociferan “yegua, puta y montonera”. No quiero sentarme a soportar, ni por un solo segundo, a los que quieren para Cristina el final de De la Rúa. Me repugna que salgan a manifestar muchos de los que hace poco más de diez años canturreaban que entre piquetes y cacerola la lucha era una sola, porque les habían pasado la cuenta de la fiesta de la rata. No quiero saber nada con esa gente que a la primera de cambio apoyaría el golpe militar del que ya no disponen. Quiero tener con ellos una profunda división. Y concentrarme en de cuál manera se garantizaría mejor que se hundan en el fondo de su historia antropológico-nacional, consistente en que el negro de al lado no porte ni siquiera el derecho de mejorar un poquito.” Eduardo Aliverti, 17 de septiembre de 2012.
Recordemos, en septiembre de 2012, hace apenas dos años, se realizaron importantes concentraciones en las principales ciudades del país. Batiéndose el parche de la cacerola, primaron los reclamos por la utilización “abusiva” de la cadena nacional por parte de la presidenta, sus intentos re-releccionistas, la inseguridad, el cepo al dólar, las restricciones para salir del país y el reconocimiento del derecho al voto a partir de los 16 años, entre otras tantas reivindicaciones.
El tono de las marchas estuvo marcado por una cuota importante de consignas violentas contra la presidenta y el kirchnerismo y la participación mayoritaria de ciudadanos denominados de clase media.
Los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner reconstituyeron una clase media que había sido destruida por la crisis del 2001/2002. Esto lo reconocen hasta opositores liberales como Rosendo Fraga, quien por esos días del cacerolazo de 2012 en el diario La Nación escribió: “Hoy, el 50% de la sociedad argentina entra en los parámetros que caracterizan a la clase media, tanto por sus niveles educativos y culturales, como por su ingreso. No se trata entonces de un grupo minoritario, sino del más grande. Por eso cuando en octubre del año pasado, la Presidenta fue reelecta con el 54% de los votos, por lo menos uno de cada tres de ellos ha provenido de la clase media.”
Siempre resulta oportuno preguntarse entonces: ¿existe ese grupo social como clase?, ¿quiénes lo integran?, ¿cuáles son las características que la definen?, ¿son sólo la formación educativa o los ingresos familiares los parámetros para caracterizarla?
Suele afirmarse como una verdad que va de suyo que el radicalismo fue el partido que permitió la llegada de la clase media al poder en 1916, a través de la consagración de voto obligatorio.
En “Historia de la clase media en la Argentina”, Ezequiel Adamovsky, pone en cuestión este relato. Para el historiador, en 1916 cuando Yrigoyen llega al poder no lo alcanza de la mano de lo que hoy conocemos como clase media. Por entonces no existía tal oposición entre clase alta, media y baja como se la suele concebir hoy. La población de la Argentina de la economía agroexportadora y heredera de la sociedad colonial, aún se dividía en razón de los cánones de la tradicional segmentación entre “gente decente o respetable” y la “plebe”.
Con el desarrollo del capitalismo internacional de las primeras décadas del siglo XX, que le reservó a nuestro país el rol de mero proveedor de materias primas y receptor de manufacturas, se configuran nuevas actividades económicas, nuevas funciones del Estado y se multiplican distintas oportunidades de trabajo. “Comerciantes, cuentapropistas, agricultores, empleados, supervisores, profesionales, técnicos, docentes: estos sectores adquirieron un peso mucho mayor que el que tenían antes”, señala Adamovsky.
Al interior de este proceso también se produjo la destrucción de actividades y ocupaciones independientes y comenzó a masificarse el trabajo en relación de dependencia.
En ese nuevo marco, el proyecto de la élite dominante, que recuperaba para sí las riendas de la civilización alberdiana, sarmientina y roquista, comenzó a contar con el respaldo de inmigrantes europeos (sobretodo blancos) que obtuvieron importantes tajadas de este incipiente desarrollo y que, en una posición totalmente funcional a la clase dominante, veían a los criollos y a los nativos de pieles oscuras y de modales no europeos como inferiores, bárbaros y el obstáculo principal al desarrollo de la civilización y el progreso.
Es así como paulatinamente la idea de clase media comienza a sintetizar la expresión de una identidad que permitía a estos nuevos sectores encontrar puntos en común con la élite y, sobre todo, una brecha que los diferenciara tajantemente de la chusma de clase baja.
A partir de 1920, (en un clima de fuerte circulación de ideas y acción anarquista y socialista), sectores liberales, conservadores, católicos, nacionalistas y algunos radicales comenzaron a utilizar el concepto de clase media -y a interpelarla- con el objetivo político preciso de separar a ese sector social de la clase obrera. Se buscaba, en definitiva, colocar a la clase media en el lugar de “respetabilidad” y “decencia” que supuestamente los diferenciaba de la masa trabajadora.
Sin embargo, el momento de arraigo definitivo de la identidad de clase media se produjo durante el peronismo. Con el ascenso político de Juan Perón, al tiempo que se afectaron intereses económicos de los poderes fácticos y de sectores de la clase media, se pusieron en cuestión las identidades sociales existentes.
Frente a la reivindicación de los trabajadores, (“los cabecitas negras”, los queridos “grasitas” de Evita), “… la reacción antiperonista agrupó por primera vez de forma sólida los intereses de la élite con los de una gran proporción de los sectores medios.”, dice Adamovsky y agrega: “…En los años peronistas, ser “de clase media” era una forma de diferenciarse de las identidades que proponía el peronismo, centradas en el “trabajador” como figura principal de la nueva nación que se buscaba construir”.
Parte de ese sector engordó al “gorilismo”, factor fundamental del derrocamiento de Perón en 1955, lo que terminó resultando un boomerang para sus propios intereses.
Más de uno de nosotros en el último tiempo ha sido testigo directo del discurso acérrimamente opositor al modelo económico actual de parte de algunos -varios, muchos- comerciantes, industriales, productores agropecuarios, cuentapropistas, profesionales, trabajadores, etc., que en los últimos diez años han mejorado significativamente sus ingresos y que aún se reivindican como miembros de una nueva –o recuperada- clase media.
Algunos –varios, muchos-, desclasados por el neoliberalismo y revitalizados por las políticas antineoliberales de la última década, salieron hace dos años con su pancarta, su cacerola, su bronca, su odio o su sed de justicia -o todo eso junto- a ganar una calle que muy esporádicamente han sentido como propia.
Algunos – varios, muchos –, frustrados por la orfandad política, por los partidos que no los contienen o por líderes que se difuminan a la primera de cambio.
Algunos –varios, muchos-, enemigos de los negros K, los negros no K, los negros de mierda, los negros extranjeros, los negros militantes, los negros piqueteros, los negros jóvenes…, pero funcionales a sus rivales históricos del poder económico concentrado.
Algunos –varios, muchos-, asustados por la posibilidad de dejar de ser o, peor, dejar de parecer.
No me gustan nada esos clasemedieros con miedo y sin memoria.
Ricardo Nasif (La Quinta Pata Digital)