“Ignoran que la multitud no odia, odian las minorías, porque conquistar derechos provoca alegría, mientras perder privilegios provoca rencor”
“El arte de nuestros enemigos es desmoralizar, entristecer a los pueblos. Los pueblos deprimidos no vencen. Por eso venimos a combatir por el país alegremente. Nada grande se puede hacer con la tristeza.”
Arturo Jauretche
Casi seguro que el triunfo contra Alemania en la final del ´86 sea mi último recuerdo aún vivo sobre la más amplia felicidad compartida. La gran mayoría de los argentinos estuvimos por semanas infinitamente alegres, pero no de cualquier alegría sino de una novedosa, al menos para mí, que nos ponía en una especie de unión común a peronistas, radicales, troskistas-leninistas y gansos; gays, lesbianas, hetero y transexuales; ricos, pobres, ricos riquísimos, pobres pobrísimos y clasemedieros; católicos apostólicos, cristianos a secas, judíos, musulmanes y evangélicos. En fin, igualados en la felicidad de sentirnos argentinos campeones del mundo.
Nunca más viví una alegría colectiva tan amplia y prolongada, apenas destellos de ella en sendos goles de Claudio Paul Caniggia contra Brasil e Italia o los numerosos penales atajados por Sergio Goycochea en el Mundial ´90, o el triunfo contra Inglaterra en 1998 que salí a festejar a los gritos por las calles de mi pueblo.
Cada Mundial, hasta la obscena copa de 1978 celebrada en el medio del genocidio, nos ha encontrado de alguna manera con la esperanza triunfalista o contenida de volver a ser felices y en cada partido ponemos en juego esa posibilidad.
Los pueblos indudablemente ansiamos la felicidad pero, a diferencia de la unívoca alegría que se consumaría si ganáramos el título de fútbol más importante, no siempre hay acuerdo de voluntades sobre qué es la felicidad, más bien cabría hablar, en plural, de las felicidades.
Quienes intentan cuantificar toda la realidad social también le han puesto cifras a la sensación de felicidad. En Argentina, la Universidad de Palermo junto a TNS Gallup realizaron en 2011 un estudio que gira en torno a este eje.
“Al preguntarle a los entrevistados en qué medida se consideran o no felices, 8 de cada 10 personas declararon ser en alguna medida feliz: muy feliz el 32% y bastante feliz el 52%. Contrariamente, un 13% de los entrevistados manifestó ser no muy feliz y otro 1% nada feliz”, concluye el trabajo y puntualiza: “… La investigación comparada a lo largo de un período que abarca casi tres décadas, desde 1983, muestra que el porcentaje de personas que se definen como no muy felices o nada felices ha ido disminuyendo a lo largo del tiempo…”.
Contradiciendo el “cada vez estamos peor” o la idea de aquellos viejos buenos tiempos, la percepción subjetiva de los encuestados de diferentes puntos del país a lo largo de los años se acercaría más a la satisfacción personal que a la frustración.
Pero, además de los triunfos mundialistas, ¿qué nos hace felices?
La encuesta citada aporta algunas pistas:
• Quienes menos declaran ser muy felices son los entrevistados de clase baja.
• Los habitantes de las provincias se manifiestan más felices que los de la Capital Federal.
• Los que están en pareja se consideran más felices que los que viven solos.
• Tener empleo contribuye a la felicidad, sin embargo no se observan grandes diferencias entre los que se perciben muy felices más allá de contar o no con trabajo.
• Las tres principales palabras que definen la felicidad son: familia, amor y salud. Empero, los problemas económicos se expresan como los principales causantes de infelicidad.
El 17 de octubre de 1945, cuando el subsuelo de la patria se sublevó, Juan Domingo Perón declaró, desde el balcón de la Casa Rosada a la multitud que lo vivaba desde la Plaza de Mayo, la ambición de su vida: “…que todos los trabajadores sean un poquito más felices”.
Siempre me interesó esa aparente contradicción entre la “ambición” y la palabra “poquito” en boca de un gigante político como Perón. Se supone que las ambiciones no son chiquitas, ahora bien, el presupuesto se pone en conflicto si pensamos la dimensión que implicaba para los trabajadores ser un “poquito más felices” y cuál es el paso -o mejor dicho el salto histórico- que se esperaba dar con ese cachito más.
Se supone también que el ascenso social en los ´40 y ´50 era uno de los motores de la felicidad. De la alegría de tener un trabajo digno, una casa, un título universitario para los hijos y un pasar mejor que el de sus padres, se nutrió un conjunto muy significativo de trabajadores y pequeñísimos burgueses que comenzaron a conformar la llamada clase media, surgida a partir del modelo económico del primer peronismo. No obstante, muchos de ellos fueron los infelices gorilas que contribuyeron a hacerle el juego a los poderes que voltearon al presidente constitucional en 1955 e intentaron desterrar para siempre al peronismo, sin éxito alguno.
Después de que en los años ´90 el presidente peronista Carlos Menem nos prometiera, tampoco sin demasiada fortuna, gobernar para la felicidad de “los niños pobres que tienen hambre y los niños ricos que tienen tristeza”, otro presidente peronista, Néstor Kirchner llegó para recuperar de alguna forma esa ambición de Perón el 17 de octubre del ´45. Nos dijo Kirchner el 25 de mayo de 2003: “…Basta ver cómo los países más desarrollados protegen a sus trabajadores, a sus industrias y a sus productores. Se trata, entonces, de hacer nacer una Argentina con progreso social, donde los hijos puedan aspirar a vivir mejor que su padres, sobre la base de su esfuerzo, capacidad y trabajo. (…) Les vengo a proponer que recordemos los sueños de nuestros patriotas fundadores y de nuestros abuelos inmigrantes y pioneros, de nuestra generación que puso todo y dejó todo pensando en un país de iguales. (…) Vengo a proponerles un sueño: quiero una Argentina unida, quiero una Argentina normal, quiero que seamos un país serio, pero, además, quiero un país más justo.”
En buena parte, para una porción importante de los argentinos, ese sueño se está cumpliendo. Muchos podemos decir hoy que somos un poquito más felices que hace catorce años atrás y nos creemos incapaces de la felicidad plena cuando aún sabemos que muchos están excluidos de ella y siguen resistiendo desde la cultura popular por sostener la alegría.
No soy de los que piensa que la suerte de un gobierno, ni mucho menos la de sus políticas, ni tanto menos el destino del pueblo dependan del resultado de la selección de fútbol en un Mundial, no por mera fe sino más bien por el contraste de los augurios con los antecedentes históricos concretos.
Ganar el Mundial no nos generará más producción, ni hará más favorable nuestra balanza comercial, ni aumentará el crecimiento económico, ni contribuirá a una más justa distribución de la renta; perderlo –la boca se me haga a un lao-, tampoco. Pero, para eludir el conjuro de algunos poderosos agoreros de los pájaros de las malas entrañas, qué bien nos vendría seguir luchando imbuidos en la alegría de sentirnos parte de una felicidad colectiva.
En fin, felicidades para todos y todas.
Ricardo Nasif (La Quinta Pata)