Los animales son seres encantadores. Bueno, en realidad no todos: lo osos polares cuando no tienen con que alimentarse se engullen las crías de su especie, lo mismo hacen los leones con los cachorros desprotegidos. También son capaces de comer a sus semejantes las ranas-toro, los hámsters, los cocodrilos, las focas-leopardo y los escorpiones. Hasta la mantis religiosa, muy rezadora ella, acostumbra a devorarse al macho luego de haber pecado.
Los humanos tampoco escapamos a la falta de encanto. Desde que los hombres y mujeres tuvimos hambre, la carne humana estuvo en algún menú. Los escarbadores de huesos prehistóricos dicen haber encontrado formas de antropofagia asociadas a prácticas gastronómicas habituales y a ritos funerarios.
Hasta podríamos decir –porque todo podemos decir- que, contrariamente a las teorizaciones de Charles Darwin, la especie humana que hoy conocemos fue resultado de un proceso evolutivo que se disparó para cualquier lado, cuando nuestros antepasados los monos comenzaron a comerse los cerebros entre sí. O al menos esto es lo que dijo el imaginativo Oscar Kiss Maerth en su libro “El principio era el fin”,publicado en 1969.
Pero atengámonos al conocimiento histórico, y qué mejor que Europa en este caso. Ya en el siglo V antes de Cristo, Herodoto, el Padre de la Historia –esa engendra guacha de madre- nos habla de andrófagos -hombres que comen carne humana- a quienes califica como “los más fieros y salvajes de todos los hombres”. Esto resulta muy probable, aunque un tanto inverosímil en el relato de un historiador que también dio cierto crédito a la existencia de hombres-perro en Libia y de humanos sin cabezas y ojos en el pecho.
Más alejado de la ficción aunque cercano a nuestros días, el profesor Miguel Botella, del Laboratorio de Antropología Física de la Universidad de Granada, nos dice que “desde finales del 3000 al 2500 antes de Cristo, el canibalismo era común en toda la cuenca mediterránea europea y en Finlandia…” La costumbre se mantuvo en el tiempo, paulatinamente disminuyó, aunque nunca desapareció por completo del continente envejecido. Sin embargo, los europeos esperaron hasta el siglo XVI para poner el grito en el cielo. Ocurre que Cristóbal Colón, además de ver sirenas con caras de hombres en el Río de Oro, dio en el Caribe con indios que decían haber visto a unos hombres con un ojo en la frente y a otros, a los que llamaban caníbales, que les infundían terror por su vicio de comer carne de infiel.
Desde entonces, el Caribe indio fue asociado a la antropofagia. Hoy sabemos que esta primera versión de oídas de Colón no se ajustaba precisamente a la realidad, que si bien varios pueblos originarios practicaron el canibalismo, la difusión de la crónica del Cristóbal, y la posterior de Américo Vespucio, contribuyeron a crear la palabra caníbal –que hasta entonces no era usada en español- con todo el contenido de un estereotipo satanizante.
Para el doctor en historia Yobenj Aucardo Chicangana-Bayona, de la Universidad Nacional de Colombia: “Estos comportamientos viciosos y salvajes de los aborígenes, desde la perspectiva occidental, sólo reforzaban la idea de la superioridad del europeo cristiano y justificaba la guerra justa, sus derechos como conquistadores y colonizadores para evangelizar y controlar los nuevos territorios. (…) En la Real Cédula de 1503 se autoriza a los conquistadores españoles a esclavizar a los indios caribes bajo pretexto de su canibalismo y por haberse opuesto a sus requerimientos <<pacíficos>>.” La vieja Europa muerta se admiraba así de los nuevos degollados.
Para el filósofo ítalo-argentino Pablo Capanna es indudable que el canibalismo existió desde antaño pero el problema es saber si hubo una cultura canibalística o sólo episodios circunstanciales. “No es preciso probar que existe el canibalismo pero sí saber qué significa y si cumple alguna función en la sociedad. Aunque el investigador no crea en la brujería, siempre le interesará saber qué función cumple en la cultura la creencia en las brujas”, afirma Capanna.
Hay muchas interpretaciones, una de ellas la explicación ecológica de Marvin Harris. Este antropólogo norteamericano estudió el canibalismo en la cultura azteca y llegó a la conclusión que, antes de ser justificada como un sacrificio ritual, la antropofagia se originó en la carencia de proteínas en la comida escasa por la desertificación ambiental. Es decir, el canibalismo habría surgido como una necesidad netamente alimentaria.
Para Harris la historia de la lucha social es la historia de la lucha por la proteína animal, y el canibalismo debe explicarse en el contexto de las condiciones materiales concretas. Para él, por ejemplo, la prohibición del consumo de cerdo de judíos y musulmanes, o del sacrificio de las vacas en la India, tienen una raíz económica antes que religiosa. Para aquellos era muy caro e ineficiente criar cerdos en el desierto y para éstos mucho más conveniente mantener las vacas vivas como animales de tiro, dadoras de leche y de bosta fertilizante, que comérselas.
Si somos lo que comemos, yo soy omnívoro, aunque respeto todas las costumbres, desde los que publican semanalmente las fotos de sus asados en Facebook –con el epígrafe “fuaaa, manso asao!!!”, hasta los que se niegan a hincarle el diente a cualquier cosa que haya tenido ojos.
Ahora, si nuestro ser está definido por lo que masticamos y digerimos, resulta entonces muy difícil trazar una ética que incluya precisiones sobre lo debido, lo permitido, lo prohibido. Uno de los argumentos más convincentes que he escuchado hasta ahora es el que apela a la existencia o no del sufrimiento de los animales. Para ser burdo y sintético lo resumo en esta máxima: no debemos comer –ni usar- nada que se haya obtenido del maltrato o sacrificio de ningún animal. Bien entonces, nada de milanesas, ni de pollo, ni lechón, ni pavita, ni huevos, ni leche, ni miel, ni zapatos de cuero, ni camperas con corderito mamón, ni pulóveres de lana tan calentitos…
En principio, todo bien con el planteo, pero –como interroga Silvio Rodríguez- ¿hasta dónde debemos –agrego podemos- practicar las verdades? Yo estoy convencido que hasta las últimas consecuencias, lo que pasa es que cuando me encuentro con ellas se me abisma el dilema.
No quisiera caer en fundamentalismos frustrantes, pero buena parte de lo que consumimos proviene del sufrimiento animal y casi todo lo restante tiene las marcas del sufrimiento humano: la gran mayoría de las hojitas de yerba en el mate de la mañana han sido cosechadas por tareferos misioneros en condiciones infrazoológicas; cualquiera que conozca el trabajo de los cañeros tucumanos sabrá que, antes de ser blanca y refinada, más del 30% del azúcar ha pasado por los brazos extenuados de los obreros; al encender un cigarrito habría que acordarse no sólo de los pulmones propios, sino también de las jujeñas y salteñas envenenadas por aplicar pesticidas en los cultivos del tabaco; las ristras de ajos que colgamos en la cocina para alejar las malas ondas y darle sabor a la olla han sido recogidas en los surcos de Mendoza por hermanos migrantes explotados; ni hablar de la esclavitud que padecen infinidad de compañeros y compañeras que cosen nuestras camisas, vestidos y pantalones. La lista y la cuenta son interminables.
Perdón que escupa el asado pero, si somos lo que consumimos, consumir tanto sufrimiento humano me hace sentir por momentos en la piel de un caníbal.
Ricardo Nasif en http://la5tapata.net/en-carne-propia/
Un comentario
Las personas pueden cambiar su destino. Los animales explotados no.
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