Contó Mariano Carlos Grondona que la palabra negocio en latín se dice negotium, o sea la neg del otium, o sea la negación del ocio. Negocio es trabajar, o sea, no es que negocio sea trabajar, sino que para los milicos romanos antiguos negotium era estar en guerra, digamos “trabajando” de soldado y el otium era rascarse el higo en el invierno, justo cuando ni siquiera había brevas y los vivos a combatir se morían de hambre y de frío.
O sea, contó Mariano Grondona que negocio en latín es la negación del ocio y habló de los soldados romanos antiguos, aunque no contó, a sabiendas, sobre los negocios de los contemporáneos criollos y amigos cabezones de la armada, el ejército y la aeronáutica durante todos y cada uno de los años que no estuvieron en guerra o digamos que no estuvieron en una confrontación bélica real, que son la mayoría de los años en que las fuerzas armadas existieron en nuestro país. O sea, nos contó sobre la etimología del negocio latinizado de las Institutas de Gayo y Justiniano de la unidad IV de Derecho Romano de la carrera de abogacía, pero nada dijo el doctor, a sabiendas, de las sistemáticas negaciones del ocio de los milicos en obediencia de vida –o debida- a los dueños del verdadero negocio, de los campos, los bancos y las industrias que se llenaron de guita con el trabajo, la sangre, el sudor y las lágrimas de los trabajadores, los negadores ociosos.
O sea, contó Mariano Carlos Grondona que, en una lengua muerta, el ocio es lo opuesto al negocio. Y no lo dijo el doctor -porque el tiempo en televisión es populista- pero pensó que el Primero de Mayo es el soberano día del ocio, un mojón histórico bárbaro que se coló por encima de las púas de los limes de la civilización grecolatina, un día de 1886 en que los brutos mancillaron los principios básicos de la etimología.
Porque no lo dijo Mariano, a sabiendas, pero en mayo de 1886, miles de obreros realizaron movilizaciones en la Ciudad de Chicago de los Estados Unidos para reclamar, una vez más, la jornada laboral de ocho horas, porque las 16, 17 o 18 horas que laburaban para los dueños del negocio nos les dejaba tiempo para el ocio, ni para cuidar a su familias, ni para criar a sus hijos. Tampoco dijo Grondona que el 4 de mayo de ese año 86, en el medio de una manifestación cerca de la plaza Haymarket explotó una bomba que mató a varios soldados del orden del negocio, lo que desató una brutal represión armada contra los trabajadores y terminó en decenas de asesinados, muchos más mal heridos y numerosos en la cárcel, todos ellos del bando de los ociosos.
Entre tanta disquisición de raíces lingüísticas que lo explican todo, nunca tuvo tiempo el profesor Mariano Carlos Grondona de narrarnos que el trabajo –el negocio- de la justicia norteamericana fue armar una farsa y condenar a ocho obreros, siete a la horca y uno a quince años de prisión, por el “atentado” de Haymarket. Quizá al doctor le hubiese impresionado contarnos que cuatro de los condenados fueron efectivamente ahorcados por el Estado y uno “suicidado” en un celda, o tal vez se hubiera o hubiese avergonzado en reconocer que ese maravilloso país que él admira aceptó unos años después que los pies que se balancearon sin vida en el patíbulo de Chicago no fueron los de personas condenadas en un juicio justo sino mártires anarquistas asesinados por jueces que dictaron una sentencia sin pruebas ni sustento.
Es probable que Mariano sepa que el 1 de mayo se conmemora en todo el mundo el Día del Trabajador, que incluso en Roma sobre los escombros de la ciudad imperial las organizaciones obreras salen a recordar a los mártires de Chicago, pero que en Estados Unidos –el nuevo imperio- ese día es laborable como cualquier otro, que en esa fecha el negocio no se detiene y que prefieren celebrar el día del trabajo el aséptico primer lunes de septiembre con un gran picnic de la patronal y los sindicatos amigos.
Es factible también que una persona tan culta como el doctor Grondona esté al corriente que en la plaza de Haymarket se mantiene erguida una estatua que rinde homenaje a un policía quien con su mano en alto consagra el gesto del “no pasarán”, mientras la cachiporra aguarda en su cartuchera.
A lo mejor, cada primero de mayo quisiera dejarle una flor el Sr. Mariano a ese símbolo de la represión norteamericana. Pero qué se va a hacer un viaje hasta la metrópolis si aquí nomás hay monumentos y cenotafios dedicados a otros grandes soldados. Nada tiene que envidiarle a la estatua del botón yanqui el monumento dedicado a Ramón Falcón en la Plaza Cárcano de Buenos Aires.
Porque el coronel Falcón, sabe muy bien el doctor Grondona, merece una de sus flores o de sus loas en latín. Él cumplió con su trabajo, hizo la tarea que le encomendaron, como un estoico. Falcón fue uno de los más obedientes soldados de la masacre de aborígenes de la Patagonia conducida por el general Julio Roca entre 1878 y 1885; el que encabezó la represión de la Huelga de Inquilinos, desalojando con agua helada a las obreras y sus hijos pobrísimos protestando por los injustos alquileres, en los conventillos porteños mugrientos del invierno de 1907; fue el jefe de policía que ordenó la represión sangrienta de 70 mil obreros que el 1 de mayo de 1909 honraban con sus banderas negras y rojas, en la Plaza Lorea de Buenos Aires, la lucha de los Mártires de Chicago; fue el coronel Falcón el responsable del asesinato de 14 trabajadores, más de 80 heridos -entre ellos niños- y cientos de militantes detenidos, durante las protestas de 1909; fue también la sangre del coronel la que salpicó su carruaje cuando el anarquista Simón Radowitzky lo atacó con una bomba casera, terminando así con su vida el 14 de noviembre de 1909.
Negocio en latín se dice negotium, contó Mariano Carlos Grondona, frotándose las manos adentro de un televisor cuadrado Telefunken, mientras la música de la película La Misión sonaba de fondo. No sé si lo vi y lo escuché o lo soñé, pero lo recordé como un espectro perfecto, el último Primero de Mayo.
Ricardo Nasif en La 5ta Pata