Por Ricardo Nasif
Ramal que para, ramal que cierra, amenazó Carlos Menem en 1989. Y cumplió. En sólo unos años las redes ferroviarias pararon, las vías cerraron y viejos pueblos en torno al camino de los trenes murieron, con esa literalidad exacta que tiene la muerte.
Más de 80 mil trabajadores estatales de Ferrocarriles Argentinos fueron echados con diversas metodologías de racionalización de personal, a los que se sumaron decenas de miles de cesanteados en numerosas empresas y organismos de la administración pública nacional, provincial y municipal.
El tamaño de la modernización del Estado exigió una tarea titánica no sólo del gobierno y las empresas promotoras del cambio de época, también de las conducciones de las organizaciones sindicales que prestaron su indispensable y traidor aporte. Fue así que, entre otras tantas tácticas de flexibilización laboral, una fila larga de dirigentes gremiales firmaron Convenios Colectivos de Trabajo (CCT) a la baja, resignando con tinta derechos humanos fundamentales, conquistados después de un largo siglo de sangre.
Uno de los muchos ejemplos fue el CCT acordado en 1992 por la Administración Nacional de Aduanas y el Sindicato Único del Personal Aduanero de la República Argentina. Un artículo envenenado del pacto dispuso la posibilidad del despido sin causa mediante el pago de una indemnización.
Marta Madorrán fue una de las trabajadoras aduaneras a la que en 1996 le aplicaron el artículo de la indefensión. Marta fue a tribunales y -después de 10 años de acumularse el expediente- la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró inconstitucional la cláusula maldita del CCT y ordenó al Estado reincorporar a la trabajadora y pagarle todos los sueldos caídos injusta e ilegalmente.
La sentencia suprema es de 2007 y lleva las firmas de los jueces Lorenzetti, Highton de Nolasco, Argibay, Maqueda, Petracchi y Fayt –todos los cortesanos, excepto Zaffaroni que estaba de viaje-. En los considerandos del fallo, la Corte le recordó al Estado y a los sindicatos que el art. 14 bis de la Constitución Nacional establece sin duda alguna la garantía de la “estabilidad del empleado público” y que esa inmovilidad es absoluta. En otras palabras: sólo se puede despedir a un trabajador del Estado si hay causas suficientemente justificadas y probadas en un sumario administrativo, donde se respeten todas y cada una de las garantías del debido proceso.
Lorenzetti recordó en la sentencia que, en 1957 cuando se incorporó el 14 bis a la Carta Magna, los constituyentes dejaron sentado de forma inequívoca la estabilidad laboral de los empleados públicos, con el claro propósito de evitar la arbitrariedad de los gobiernos de turno. La resolución judicial cita la argumentación esgrimida en el ´57 por el convencional demócrata cristiano Horacio Peña: “Siempre el empleado público ha estado sujeto a las cesantías en masa en ocasión de los cambios de gobierno. Ahora ya no podrá ningún partido político que conquiste el gobierno disponer de los puestos administrativos como botín de guerra. Entendemos que este principio constitucional entrará a regir simultáneamente con la vigencia de las reformas y en adelante ningún empleado público podrá ser dejado cesante sin causa justificada y sin previo sumario administrativo”.
La interpretación concluyente de la Corte no sólo protege los derechos de los trabajadores, además resguarda la función social que cumplen. Textual de la sentencia: “…el propósito deliberado de los hombres y mujeres reunidos en Santa Fe, consistió en poner a los servidores del Estado al abrigo de la discrecionalidad de las autoridades de turno y de los vaivenes de la vida política. Pero no fue asunto exclusivo tutelar la dignidad del agente público frente a dichas situaciones, sino, también, tributar a la realización de los fines para los cuales existen las instituciones en las que aquéllos prestan sus servicios.” Ratificándose así que los trabajadores no son de una agrupación política, ni de un partido, ni de un gobierno circunstancial. Los trabajadores son del Estado.
Desde que la Alianza PRO-UCR se hizo cargo del gobierno del país la retórica neoliberal y su pragmática de los despidos retornó prontamente, aunque flojos de papeles. Enancados en el proyecto de la nueva modernización del Estado, funcionarios nacionales, de provincias y municipalidades han resuelto, en evidente violación del art. 14 bis, echar a agentes públicos sin más trámite y bajo las justificaciones de limpieza ideológica de la grasa difícil, combate a losñoquis, redimensionamiento del Estado y reducción del déficit.
En unos 30 días hábiles más de 18 mil trabajadores públicos han sido privados del derecho humano al trabajo, sin el debido proceso sumarial. El lenguaje de las explicaciones se repite en boca de funcionarios y en el espacio de la prensa afín: son contratos que se dejan caer, no renovaciones, bajas, desactivaciones, anulaciones, etc. En ese discurso no es el trabajador el objeto del despido arbitrario sino el instrumento supuestamente irregular que lo vincula laboralmente. No lo echaron, le rescindieron el contrato, dice el gobierno; no hablemos de despidos, son contratos truchos, repite la prensa y hasta la víctima termina convencida de portar el mal de origen de su propio despido.
El mismo fallo de la Corte se encarga de clarificar esta falacia, ratificando que los empleados públicos no dejarán de ser tales porque pasen a regirse total o parcialmente por el derecho laboral privado. Es decir, de acuerdo con el principio de primacía de la realidad que rige el derecho laboral, no importa si el trabajador tiene o no un contrato o las características de cualquier otro ropaje legal fraudulento que se haya utilizado para emplearlo. Lo determinante es que efectivamente se trate de una persona que tiene como patronal a un organismo del Estado. Si trabaja en él a cambio de la promesa –efectiva o no- de dinero de la administración pública, si está subordinado laboralmente a las órdenes estatales, entonces es trabajador del Estado, con todos los derechos, aunque no sean reconocidos por los funcionarios.
Algunos podrán y deberán argumentar que la precarización heredada ha dejado el campo orégano para la reducción masiva de personal. Sin consolar a ningún tonto, hay que decir que el mal de muchos implica un fraude repetido en las jurisdicciones administradas por políticos de diversos partidos que gobernaron y gobiernan la Nación, provincias y departamentos y por los funcionarios a cargo del Congreso, legislaturas y tribunales de justicia. Es obvio que la precarización no se elimina echando trabajadores sin sumario previo, que el problema no son los obreros públicos sino las formas irregulares de sus contrataciones que hay que subsanar. No vengan ahora con el falso dilema de repartir culpas entre el chancho o el que le dio de comer. La responsabilidad principal es del patrón, del Estado que debe asegurar -nunca violar- los derechos sociales. Y esto no lo dice el populismo ultrakirchnerista, ni el troskoleninismo, lo ordena enfáticamente la Constitución Nacional y lo ratifica y aclara con pelos y señas la sentencia de Lorenzetti y toda su compañía.
El decretazo presidencial 254/2015 y similares normas en las provincias han puesto recientemente las barbas públicas en remojo de decenas de miles de trabajadores. Dicho en términos institucionales y republicanos: se intenta establecer un estado de excepción laboral dirigido a suspender la garantía constitucional de estabilidad, por tiempo indeterminado o mientras resulte insuficiente la capacidad de resistencia de los concretos o potenciales despedidos y sus organizaciones sindicales. Como si amenazando con matar al perro se acabara la rabia.