Tras cumplirse ayer 40 años del asesinato del padre Carlos Mugica, la agrupación política Kolina de Tunuyán desarrolló un escrito en el que manifiesta una mirada sobre los llamados “curas villeros” y los procesos históricos.
«De la revolución social al paco»
Aquellos y estos curas villeros. La crisis económica del 2001 instaló la pobreza, quemó los proyectos personales y el consumo de drogas, con su secuela de violencia, es el principal enemigo de los herederos de Carlos Mugica.
En los ’70, cuando Carlos Mugica y otros sacerdotes que se reconocían en la Teología de la Liberación llevaban su apostolado cristiano a las Villas Miseria y los barrios más humildes, el panorama tenía poco que ver con el actual. Por ese tiempo, la exclusión social podía ser parecida, pero la presencia y el peso que el consumo de drogas tiene hoy era inimaginable. La cocaína era algo propio de los barrios con mayor poder adquisitivo y los jóvenes “villeros”, aparte del alcohol, un mal endémico, a veces se colocaban aspirando pegamento o, si estaban en la cuerda del rock metálico, con distintas combinaciones de productos de farmacia que incluían las anfetaminas. Hoy el “paco”, por su bajo costo y la facilidad con que es comercializado, tiene una presencia casi universal.
El paco, pasta base de cocaína procesada con ácido sulfúrico y querosén, suele estar estirada con cloroformo, éter, cafeína o bicarbonato, arrastrando residuos tóxicos que deterioran rápidamente a quien la consume, especialmente porque su efecto es de corta duración y exige un consumo asiduo. Al fin, la dependencia que crea se suma a la toxicidad, requiriendo repetir el consumo decenas de veces al día. Así, el consumidor se encuentra en un sube y baja constante que desequilibra su percepción de la realidad, deteriora su sistema neurológico y lo torna irritable y agresivo, al tiempo que le requiere una constante erogación económica.
Hoy, los sacerdotes que trajinan por las villas podrían, y así se consideran, ser hijos de aquel movimiento de sacerdotes tercermundistas que contaba, como una figura sobresaliente, con Carlos Mugica.
La droga es la parte visible del iceberg, pero lo sustancial queda debajo del agua. La marginación social y económica, especialmente de los jóvenes, está en la base de su falta de proyectos de vida que puedan anteponerse a ese todo vale y lo más rápido posible, que propone el escape por vía de los paraísos artificiales.
En estos últimos años el accionar de los llamados, y así se reconocen a sí mismos, “curas villeros”, pasa por la recuperación de los más jóvenes. Que no sólo es lograr el “desenganche” sino, lo que es más importante, lograr que encuentren un nuevo sentido a su vida, sumándolos a propuestas que proponen un proyecto de vida a través de su reinserción social por escuelas de oficios –como panadería, herrería, pintura, entre otros– y su retorno a la escuela secundaria.
¿Cuándo se produjo este cambio radical en la manifestación de la marginación social? José Di Paola, conocido como “El cura Pepe”, señala una fecha, el año 2001. “La crisis económica de esos años dejó una profunda marca, que llevará muchos años para ser superada. Muchos de esos jóvenes vieron a sus padres comiendo en comedores de asistencia pública, y eso es muy duro; termina con la fe en que sea posible una vida de otra clase.” Para enfocar el problema desde hoy agrega: “No es cuestión de un gobierno, ni sirven las respuestas de uso político, la única forma de superar esto es con inclusión y teniendo claro que el daño es muy grande y se necesitarán años para remediarlo”.
Durante los últimos tiempos de “menemismo” y su ministro Domingo Cavallo, era habitual que los economistas neoliberales usaran la figura “excluidos del sistema”, para referirse a los millones que se habían quedado sin trabajo. Ya no eran “pobres”, una figura que supone un primer peldaño de una escalera posible de ascender, estaban afuera del sistema. Los adolescentes de ese tiempo asistían así al fracaso económico de sus padres que, aun habiendo estudiado, encontraban grandes dificultades para llevar el pan a la mesa. Esa situación cuestionaba la validez del esfuerzo como camino hacia una vida más confortable.
En el año 2000 se hablaba de “dos millones de jóvenes en situación de riesgo, sólo en el Gran Buenos Aires”, y muchos de aquellos jóvenes son los padres de quienes hoy sucumben a la fuga que propone el consumo de drogas.
Por cierto que colocar el eje en el sector vulnerable al consumo de drogas no es una actividad elegida sólo por una preocupación hacia la persona expuesta al consumo de sustancias adictivas, también es un imperativo social: la inestabilidad emocional de los consumidores y su necesidad de procurarse dinero generan hechos violentos.
Según estudios del Cedro (Centro de Estudios en Drogadependencias y Sociopatías de la Universidad Isalud) sobre la relación entre emergencias en los hospitales públicos bonaerenses y el uso de drogas surge un dato determinante: más del 70% de las personas asistidas por causas violentas había consumido alguna droga en las horas previas a su ingreso. Lo mismo se puede decir de cuatro de cada diez accidentados y de seis de cada 10 víctimas de la violencia doméstica.
De Mugica al siglo XXI. Hoy, los sacerdotes que trajinan por las villas podrían, y así se consideran, ser hijos de aquel movimiento de sacerdotes tercermundistas que contaba, como una figura sobresaliente, con Carlos Mugica. En aquel tiempo, muy politizado, algunos sacerdotes entendieron que la manera de luchar contra la pobreza y la exclusión era abrazar el compromiso político y también la lucha armada. Pero los sacerdotes no estaban solos, desde las tradicionales usinas productoras de católicos al uso del sistema, las universidades católicas, jóvenes de los dos sexos migraban hacia los barrios humildes y las Villas Miseria, haciendo propia su identidad política, el peronismo. Justamente cuando el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía respiraba cerriles aires del nacional catolicismo de Francisco Franco, y sus cuadros civiles y allegados se encerraban en Cursillos de la Cristiandad que podían incluir el cilicio y la mortificación de la carne, los jóvenes de “buenas familias” miraban hacia el lado del Che y Camilo Torres, el sacerdote colombiano que había caído combatiendo en la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), y su figura se convertía en un icono simbólico, la opción de tomar las armas como extensión del compromiso de los cristianos.
El ejemplo más evidente de esa manera de pensar fue la revista Cristianismo y Revolución, creada por el ex seminarista Juan García Elorrio, que tuvo una marcada influencia en la formación ideológica de numerosos jóvenes y militantes políticos de la época. Algunas firmas de sus colaboradores resultan hoy históricas: Eduardo Galeano, John William Cooke, Raimundo Ongaro o Rubén Dri que, entre otros, marcaban una clara alineación con la Doctrina Social de la Iglesia posterior al Concilio Vaticano II. Hoy las cosas son muy diferentes: “Es otra época y los desafíos son acordes a este momento: hoy lidiamos con la violencia del delito y de la droga, y no con la de la política. Son desafíos nuevos, pero el espíritu es el mismo”, define José Pepe Di Paola.
Tal vez la explicación de esa diferencia se encuentre en que hoy se reconocen más en lo que llaman Teología del Pueblo, una propuesta que se reconoce en la “sabiduría del pueblo”, escaso de riquezas pero no de saber. Esta propuestas tiene mucho de pragmática, puesto que sus defensores repiten que “no existe izquierda ni derecha, existe tener agua, luz, vivir mejor”, por lo que rechazan las categorías o diagnósticos que llegan desde afuera, porque los encuentran sin conexión con la realidad de la pobreza. El mismo Papa Francisco reconoció el trabajo de los curas villeros como “no ideológico, sino apostólico”, por lo que sus practicantes no son vistos como revolucionarios tal como era en los años de Carlos Mugica.
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