Por Rayén Castro
Hace unas semanas, el siempre agudo sociólogo Atilio Borón refería -un poco como analista y otro como expresión de deseos- lo que en su parecer debería venir en la agenda política posterior al 23 de octubre. Borón señalaba la necesidad de aprovechar al máximo el enorme capital político consolidado, llevando a cabo postergadas reformas estructurales en materia económica y de ampliación de derechos. En otras palabras: que la derecha está derrotada; que si no es ahora, no es nunca.
Los primeros pasos camino al tercer período kirchnerista no presentan hasta el momento grandes novedades. Podría decirse que, amén de las buenas intenciones, las medidas tomadas en las últimas semanas resultan un tanto ambiguas o, al menos, dotadas de ciertos matices que difuminan sus efectos. Ejemplo en este sentido es la quita de subsidios a sectores que claramente no los necesitaban: grandes empresas por un lado, y acaudalados particulares de la zona metropolitana por el otro. Dicha medida, siendo un postergado acto de justicia y equidad, deja la sensación -agitada siempre desde los medios opositores- de que los retoques al modelo, las medidas impopulares, venían después y no antes de las elecciones (esto es mucho más palpable en las provincias donde, apenas pasados los comicios, se anunciaron subas a los servicios públicos y demás).
Una novedad importante en el debate político, tal vez augurando el panorama que reclama Borón, se dio con la primer discusión en el ámbito parlamentario en torno a la despenalización y legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. El aborto, en fin. Tema espinoso y arduo, que divide a prácticamente todo el arco político en forma transversal. Que sí, que no, que en algunos casos sí y en otros no, todos los matices imaginables serán escuchados con diverso sustento y calidad argumental. La discusión se enmarca en un contexto en el que las cifras del número de abortos (se estiman en medio millón anuales) y las de muertes de mujeres por su práctica clandestina (alrededor de 400 por año) empiezan a formar parte de un sentido común que reclama con diverso tenor el abordaje del tema.
Fue así que el pasado 2 de noviembre, en la comisión de legislación penal de la Cámara de Diputados, se discutieron varios proyectos a fin de lograr un dictamen para su posterior discusión en el pleno de la cámara. Lo que siguió fue raro, en el peor de los sentidos: después de lograrse un dictamen favorable en favor de la legalización del aborto hasta la doceava semana de embarazo, y de ser celebrado por las organizaciones de derechos de las mujeres en las calles, el presidente de la comisión, el diputado de la Coalición Cívica Juan Carlos Vega, lo hizo caer aduciendo “problemas reglamentarios” en su votación.
El proyecto quedó en estado de suspensión hasta el próximo período legislativo; a saber: hasta el año que viene. Pero dejó su estela: puso blanco sobre negro dejando claro que el tema ya no es sólo patrimonio de agrupaciones feministas y partidos de izquierda. Lejos de ello, un posicionamiento llamativo y novedoso (por lo argumental, por su militancia) provino de diputados pertenecientes a sectores que, muchas veces erróneamente, se juzga como conservadores. Hablo puntualmente del diputado del Frente para la Victoria Héctor Recalde, representante legal de la CGT, quien sólidamente argumentó a favor de la interrupción voluntaria del embarazo.
Lejos del lugar común en el que caen algunos sectores autodenominados “nacional y populares”, que ubican a temas como el aborto y demás políticas de ampliación de derechos civiles como propios de una agenda llamada del “progresismo blanco” (algo parecido se escuchó en la discusión por el Matrimonio Igualitario), Recalde reclamó enfáticamente la necesidad de legislar en este sentido. Sostuvo que, mientras sectores medios y altos realizan la práctica exentos de peligro en institutos privados, los más postergados quedan librados a su suerte, exponiendo su integridad física y psíquica practicándose abortos en condiciones sanitarias y de salubridad infinitamente por debajo de lo aceptable.
El argumento de Recalde es por demás lógico y admite el silogismo: “si somos el movimiento que dice defender los intereses de las clases populares, y el aborto clandestino afecta sobre todo a los pobres; entonces, legalizar el aborto es defender aquellos intereses“.
Sin embargo, el bloque oficialista dista mucho de tener una postura homogénea sobre el tema. Para ejemplificar, baste este exabrupto medieval del gobernador chaqueño, Jorge Capitanich: “Nosotros, como creyentes, siempre creemos que Dios considera nuestro proyecto de vida. Somos instrumento de su voluntad divina. En consecuencia, nosotros tenemos que seguir y ejecutar el plan de Dios. Por eso estamos en contra de cualquier política abortista”.
A ello habría que sumarle el mutismo elusivo de los ex jóvenes de La Cámpora. Andrés Larroque, referente de la agrupación, sostuvo que el rol de la juventud kirchnerista no es el de manejar una agenda propia de temas ni demandar por uno en particular, sino “acompañar la profundización del modelo”; es decir, una actitud estrictamente recepticia y acrítica de todo lo que del Ejecutivo dimane.
Finalmente y, por lo antedicho, no menos importante, es la postura de la Presidenta sobre el tema. Conocida es su resistencia por la medida, lo que pone en duda a más de uno sobre la posibilidad de un eventual veto si la misma se aprobare. Hasta el momento se ha sustraído del debate público, actitud que, además de librarla de sufrir costo político alguno, dota de realidad a la libertad de acción de cada legislador, dado que varios podrían sentirse inducidos si desde el Poder Ejecutivo hubiere algún pronunciamiento.
Así las cosas, no quedan dudas de que el camino abierto es, a pesar de los tropiezos, muy auspicioso. Sólo queda esperar, como tantas y tantos militantes lo han hecho durante estos años, a los pies del Congreso. Con paciencia, sí, pero nunca olvidando la gran, la enorme deuda que tiene la democracia con miles y miles de aquellas que no pueden tenerla.