En épocas de hiperconexión y sobreocupación, dedicar una parte del día al reposo mental tiene sus beneficios.
Un paseo al aire libre, un banco en un parque tranquilo, una siesta en una playa, contemplar la lluvia con una taza en la mano o algo tan sencillo como dejar volar la mirada en la parada del colectivo. Dedicar una parte del día a divagar, a perderse en las ensoñaciones, a no hacer literalmente nada, puede suponer una mejora en la salud de nuestras neuronas, necesitadas de un descanso que nuestra sociedad, hiperconectada y sobretecnologizada, se esfuerza en negar, sin pensar en los riesgos que esta actitud representa para nuestra salud.
Vivimos rodeados de estímulos, y no sólo eso, sino que consideramos esta sobreestimulación como un elemento positivo de nuestras vidas. No es casualidad que el exceso de actividades y la falta de tiempo estén entre las principales causas de estrés. Esta situación se repite en el ámbito laboral, donde el problema número uno es la sobrecarga de trabajo.
“Nuestro cerebro no es una máquina perfecta que puede trabajar indefinidamente sin repostar”, comenta Antonio Cano Vindel, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés. “Necesita alimento, glucosa, oxígeno y también descanso”, comenta Cano Vindel, quien también es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid. Asimismo, alerta que cuando al cerebro le falta alguno de estos elementos “se daña, como puede observarse en un ictus (ataque cerebrovascular), donde falta el oxígeno, o en personas infraalimentadas, o entre quienes tratan de batir un récord de resistencia física o jugando a un videojuego”.
Pero ¿es posible defender el valor de tomarse un descanso, de no hacer nada, cuando lo que se alienta a diario, en todas partes, son las bondades de la productividad? A responder esta pregunta se dedica Andrew J. Smart en El arte y la ciencia de no hacer nada (Clave intelectual), donde defiende la importancia de poner freno a nuestras actividades y dejar que la mente funcione, literalmente, “con el piloto automático”. Smart asocia esta práctica a la creatividad, y es por eso que pone como ejemplo a grandes pensadores como Descartes o Newton, que lograron sus principales descubrimientos (los ejes X e Y de las matemáticas el francés; la ley de la gravedad el inglés) mientras estaban holgazaneando. Más aún, encuentra un vínculo entre la relajación mental y la salud física, hasta el punto de preguntarse qué haríamos si supiéramos que mantenernos ociosos más horas al día puede añadir años a nuestra vida.
Para justificar estas afirmaciones, Smart se basa en diferentes estudios que han demostrado la existencia de una zona del cerebro que únicamente se activa cuando permanecemos en un absoluto reposo mental: la red de estado de reposo. Esta red “interviene en los momentos en que se deja vagar la mente o se sueña despierto”, explica Smart. “Se activa cuando estamos tirados en el pasto en una tarde de sol, cuando cerramos los ojos o cuando miramos por la ventana mientras estamos en el trabajo”. Es en estos momentos cuando el cerebro, que nunca se detiene, aumenta su organización y actividad. “Es probable que trabaje más cuando no estamos haciendo nada”, concluye Smart. Entre estos trabajos que lleva a cabo el cerebro cuando le aliviamos de otras cargas, destaca “la capacidad de reflexionar sobre nuestra situación actual, nuestro pasado y nuestro futuro”.
Asimismo recuerda que relajar la mente “da sustento al autoconocimiento, los recuerdos autobiográficos, procesos sociales y emocionales, y también a la creatividad”. Por el contrario, si el cerebro se pasa todo el día trabajando para solucionar los pequeños y grandes problemas cotidianos, “no le queda tiempo disponible para establecer nuevas conexiones entre cuestiones en apariencia inconexas, identificar patrones y elaborar nuevas ideas: en otras palabras, no le queda tiempo para ser creativo”.
Estas actividades, o mejor dicho “no actividades”, que dan rienda suelta a la pereza tienen un nombre propio: Niksen. Se trata de un verbo holandés derivado del término niks, que significa literalmente “nada”. Así que podríamos traducirlo como “nadear”. Y nadear es lo que requiere el cerebro para poner sus ideas en orden. Pero para ello hace falta romper con unas normas sociales que ensalzan el aprovechamiento de todos los momentos del día a la vez que demonizan la pasividad. “Cuanto más eficientes somos”, explica Smart, “mayor es la presión de producir: se trata de un ciclo sin fin, que deriva de nuestra creencia de que el tiempo jamás debe perderse. No obstante, el tiempo perdido no es un valor absoluto como la masa. Solo es posible perder tiempo en relación con un contexto”. Leer este artículo, por ejemplo, consume un tiempo que podría dedicarse a otras cosas.
Por otra parte, sobrecargar de trabajo al cerebro puede entorpecer su labor: “Quienes pueden ejecutar diversas tareas a la vez no pueden filtrar y eliminar información no pertinente porque su atención se encuentra sobrecargada con tareas que no está ejecutando”. “Los procesos cognitivos funcionan mejor cuando se inicia una jornada que al final de la misma” comenta al respecto Cano Vindel. “Sucede lo mismo en períodos más cortos durante la jornada laboral: Necesitamos charlar, tomar un café, ir al baño, darle un descanso al cerebro respecto a las funciones”. De lo contrario, explica, “se acumula tensión muscular y esa tensión puede llegar a producir dolor”.
Estos condicionantes son igualmente importantes en el puesto de trabajo, donde la actitud de la empresa tiene mucho que decir a la hora de fomentar la productividad y, sobre todo, evitar el “presentismo”. “Puede haber empresas que favorecen el que haya rupturas, cambio de actividad, incluso actividades de ejercicio físico dentro de la jornada laboral, relajantes, de manejo de la atención tipo mindfulness”, explica Cano Vindel. “Otras creen que cuanto más tiempo esté el trabajador en su puesto de trabajo, mejor”. Pero no tiene por qué ser así, pues el trabajador puede en estos casos ofrecer “un rendimiento menor que el que tendría si estuviera descansado”.
En esta sociedad que nos anima a estar conectados, a no dejar de hacer cosas, resulta difícil desengancharse de la actividad, convertida en una suerte de droga que reclama mantener la mente ocupada todos los minutos del día. Así lo explica el doctor Ignacio Morgado, catedrático de Psicobiología en la Universidad Autónoma de Barcelona, que pone como ejemplo un experimento donde se dejó a varios voluntarios encerrados a solas con sus propios pensamientos, sin ninguna distracción a mano. El resultado de la experiencia fue que buena parte de los voluntarios (el 67% de los hombres y el 25% de las mujeres) “prefirieron administrarse una descarga eléctrica de cierta intensidad antes que volver a repetirla”.
“A la gente le da un miedo espantoso pensar”, afirma Michael Harris. En su libro Solitud, este escritor y periodista canadiense desgrana los principales factores que impiden a las personas encontrar la tranquilidad en la sociedad actual. Y destaca de entre todas ellas la adicción a las tecnologías. “Casi la mitad de los estadounidenses duerme con el celular en la mesita de luz, usándolo a modo de osito de peluche”. Harris avala esta afirmación con datos como que el 80% de las personas tiene el teléfono en la mano a los 15 minutos de despertarse. Además, uno de cada cuatro encuestados no recordaba un solo momento del día en que no lo tuviera al alcance de la mano. “Aprovechar los espacios en blanco de la vida de las personas” advierte Harris “se ha convertido en una de las principales misiones de la modernidad”.
De esta forma olvidamos fácilmente que lo que hace el cerebro en ausencia de estímulos externos es “soñar despierto”. Y estas ensoñaciones, como ya hemos comentado, son imprescindibles para la buena salud de nuestros atosigados cerebros. “Cuando holgazaneamos, se establece una red amplia e inmensa en el cerebro que empieza a enviar y recibir información entre las regiones que la constituyen”, explica Andrew Smart. “Las mariposas salen a jugar cuando hay quietud y silencio: ante cualquier movimiento abrupto, se esfuman”.
Hablando de jugar, no se puede olvidar que esta necesidad de reposar la mente, de holgazanear y soñar despierto, existe desde la infancia. Sobrecargar a los niños con tarea, actividades extraescolares y horarios es, para Andrew Smart, un error, pues a esa edad se debería pasar el tiempo “corriendo al aire libre, compartiendo con amigos, sin hacer nada en especial”. “Los niños necesitan ‘apagar’ el mundo exterior durante una cantidad importante de tiempo todos los días, sin demandas ni expectativas” concluye, afirmando que “para gozar de salud mental en la adultez, podría ser necesario tener una niñez cuya mayor parte estuviera dedicada a soñar despiertos libremente, jugar sin propósito y experimentar un goce irreflexivo”.
¿Habría descubierto Arquímedes su famoso teorema si no hubiera decidido relajarse con un baño? Y Einstein ¿Habría llegado a la teoría de la relatividad sin sus tranquilos paseos por el campus de Princeton? Cuidar de nuestro cerebro, darle un merecido descanso de vez en cuando puede marcar la diferencia entre tener una gran idea o dejarla escapar sin darnos cuenta, convencidos de que el esfuerzo puro y duro, combinado con la tecnología, nos llevarán a todas partes, cuando la realidad es que a veces lo mejor para lograrlo todo es no hacer nada.
Fuente: La Vanguardia.