Un artículo publicado por Diario Los Andes, narra como Nelson, Yoana y sus tres hijas desafían a los nuevos tiempos para evitar acabar con el trabajo rural en la zona.
Su padre no tuvo tiempo de montar el caballo y salir en busca de ayuda. Las contracciones le vinieron de golpe a su madre y no logró apersonarse hasta la “salita” para parir con alguna asistencia, como había sucedido con otros de sus nueve hermanos. Don Nelson Salinas nació en el puesto del Cerro Negro y quizá este inicio marcó su destino de hombre de campo.
Sus cuatro mujeres lo esperan para los mates de media mañana y se alegran cuando su figura aparece entre los cerros quebrada arriba de puesto Alvarado. “Tiene que controlar que no bajen hasta las 16, entonces sube para arrearlos de vuelta al corral”, explica Yoana Alfaro, su esposa, quien desde hace 14 años lo acompaña en cada veranada.
La de Nelson es la última familia de puesteros de la Laguna del Diamante. En otros tiempos solía haber hasta seis veranadas en la zona y de abultados corrales. Ahora, además de ellos, algunas temporadas “está don Montiel al otro lado de la cañada”.
El aumento de controles y exigencias para los crianceros y la falta de un debate serio y definitivo sobre el uso y destino que se quiere para las áreas protegidas han generado un éxodo permanente de puesteros de nuestras montañas y de nuestras reservas.
Yoana -que conoce bien la vida en los puestos porque se crió en uno de San Carlos- hace minutos terminó su tarea de alimentar a los cabritos guachos y enfermos. Macarena (14), la hija mayor, se levantó -muy a su pesar- pasadas las seis para acompañar a Nelson en el arreo. Morena (10) cuida a ‘Patitas Chuecas’, una cabra con una malformación genética, y Bianca (4) luce la sonrisa forzada de estar amaneciendo.
Nelson no alcanza a apearse y sus hijas corren a saludarlo. Bastan dos minutos en este hogar perdido en la montaña para entender por qué sobre la puerta está escrito en lapicera “Real Las tres princesas”, cuando históricamente los baqueanos conocen este sitio -a 3.000 metros sobre el nivel del mar- como el real Vega de la Guardia.
Los Salinas se instalan allí dos o tres meses, lo que dure la veranada. Cuando las nieves se avecinan, bajan de las sierras unos kilómetros -con las cabras, caballos y vacas “ya engordadas”- al puesto Bajada Guajardino, donde viven el resto del año.
“Yo quiero crecer siempre en el campo”, asegura Morena, mientras acomoda al sol los cueros de chivatos y corderos, que luego convertirán en -por ejemplo- pellones. La pequeña es la que menos extraña la escuela. Ama esa vida libre, ayudando a su mamá en el puesto y montando a Cara Manchada o Lucero, sus caballos.
“A mí me gustaría que estudien y tengan otra vida en el pueblo”, confía Yoana. “Pero que sigan respetando a sus padres y la vida de campo que elegimos”, agrega Nelson, quien teme en silencio que el esplendor de la ciudad les termine robando el cariño y respeto de sus hijas.
Las chicas estudian en la escuela Yapeyú del paraje La Jaula, al extremo sur de San Carlos. Allí cursan 17 días de clases por 13 de descanso. El resto del tiempo la familia lo pasa en el puesto. “Cada tanto vamos a Eugenio (Bustos) a visitar a los abuelos y hacer las compras, pero no se aguanta el calor ni tanta gente”, se ríe el puestero.
Los reclamos de don Nelson
Vivir dos o tres meses (lo que dure la veranada) sin teléfono ni internet. Caminar todos los días hasta las piedras al pie del cerro, para traer agua cristalina de una vertiente. Que una de las tareas cotidianas sea espantar a un zorro colorado y a los pumas que ven con agrado a los cabritos. Que las vacaciones familiares se ciñan a duras tareas de engorde, arreo y faena de animales.
Nada de esto hace que Nelson ponga en duda el haber elegido la vida en el puesto. Lo que nubla su vista va por otro carril. “Nos ponen muchas trabas. Hay que esperar 20 días después de vacunarlos para venderlos. La gente no quiere que pesen menos de 8 o 12 kilos. El trasladarlos es todo un tema. Antes era más fácil, los asábamos y vendíamos al turista”, se queja el hombre.
Para colmo, en los últimos años se han sumado algunas dificultades por estar dentro de una reserva. Como no se permiten mascotas, le han prohibido tener a sus perros cabreros, su herramienta de trabajo. Y los guardaparques le piden que desarme una habitación de madera que construyó para usar de cocina.
Además, por la aparición en la vega del arroyo Cruz de Piedra (a metros del real) de una zoonosis llamada fasciolasis (‘corrocho’, en jerga campestre), que afecta al hígado de animales y personas, ahora un boyero impide que los rebaños accedan a la vega hasta tanto se realicen los estudios del tema.
“No subimos para molestar, sino para que las cabras estén en nuestra veranada, para bajarlas más gordas y que en el invierno estén en buen estado y no se nos mueran”, repite Nelson.
Fuente: Los Andes por Gisela Manoni