El sable corvo de San Martín, símbolo de la independencia y soberanía americana, nunca se manchó con la sangre de sus hermanos, pero en el último siglo atravesó un largo recorrido testimonial por las luchas fratricidas.
Don José se lo legó a Juan Manual de Rosas por su defensa del “honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. De Rosas pasó a manos de su consuegro y de él a su hijo, quien lo donó al Museo Histórico Nacional. Estuvo allí 66 años seguidos. Dos veces, en 1963 y 1965, militantes de la juventud peronista lo tomaron de rehén simbólico para reclamar sin éxito a la dictadura la devolución del cuerpo de Evita, el levantamiento de la proscripción y la vuelta de Perón de su exilio político.
Los milicos recuperaron por la fuerza la espada pero no le devolvieron al pueblo la libertad ni el cadáver santo, ni mucho menos el pasaporte al General. En 1967 el dictador Juan Carlos Onganía mandó a esconder el sable en el Regimiento de Granaderos a Caballos y allí se estuvo por décadas, hasta que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner decidió la reparación histórica –otro desagravio más- y lo colocó, con sus propias manos limpias y legítimas, en un cofre transparente del Museo Histórico Nacional donde todos y todas podremos conocerlo.
En su discurso del último 25 de mayo, Cristina resaltó este acto de inmenso valor emblemático e histórico y, puso como ejemplo de reconciliación, la amplia participación popular durante el traslado del corvo de San Martín. “Esa es la verdadera reconciliación del pueblo con el ejército sanmartiniano. Díganme si recuerdan desde que volvió la democracia a tanta gente en la calle vivando a los Granaderos”, dijo Cristina.
Y es cierto, no hay demasiados registros de los últimos años sobre muestras de reconocimiento popular hacia las fuerzas armadas, tampoco hubieron tantos desfiles militares de trascendencia nacional que nos hayan permitido vivarlos o puteralos, según las preferencias.
En las ciudades y los pueblos de las provincias la cuestión es bien distinta. Por ejemplo, en Tunuyán, donde he vivido casi todos mis años, los desfiles cívicos-militares nunca dejaron de ser una celebración. Desde muy chico esas marchas castrenses, en mi pueblo Vista Flores, me parecieron muy atractivas. Nunca supe ni quise saber de armas pero me producía cierta fascinación morbosa mirar los fusiles con bayonetas, los morteros arriba de los acoplados de los jeeps y, por supuesto, ¡los tanques de guerra!, traccionados por esas ruedas-orugas que agrietaban la calle.
Mi viejo, que fue al liceo militar y los conocía muy bien, siempre decía que lo mejor que hacían los milicos eran las fanfarrias, el locro y el chocolate. A mí lo que más me gustaba era la banda de música.
Sin embargo, con el tiempo empecé a odiarlos con toda el alma, el cuerpo, la mente, con toda la razón del mundo, con la misma medida con la que me fui enterando que eran unos hijos de mil putas, unos asesinos, de los peores, de los más crueles y sanguinarios. Que esos cabrones nos habían jodido la vida, secuestrando, torturando y despareciendo a decenas de miles de argentinos; que se habían apropiado de medio millar de bebés hijos de los jóvenes chupados en los campos de concentración; que fueron la mano de obra barata del poder económico concentrado -los verdaderos beneficiarios de facto de cada uno de los golpes-.
Supe que ellos se llevaron dos veces a mi papá para interrogarlo, que zafó de las golpizas y la picana con la que castigaron a miles, pero que perdió su laburo de médico estatal por estrictas razones políticas y que nos inyectaron el miedo de vivir por largo tiempo en una especie de libertad vigilada.
Mi estudio de la historia argentina no hizo más que aumentar los argumentos para sostener mi hostilidad hacia los abominables hombres de verde, y corroborar que nada tenía que ver con un mero prejuicio o una triste experiencia familiar, sino más bien con el irreparable daño colectivo. Además, el pacto de silencio de las fuerzas armadas, la teoría de los dos demonios y la larga impunidad de la obediencia debida, el punto final y los indultos de la democracia, los pusieron a todos en la misma banda de genocidas. La privación de la verdad y la justicia me hacían dudar que un Astiz, un Tigre Acosta o un Santuccione fuesen lo mismo que el vecino del fondo de mi casa, un buen tipo que trabajaba de músico en la banda militar y los fines de semana de verano tocaba la batería en un cuarteto de cumbia para que bailaran en la calle los obreros de las fincas.
A los pocos militares que uno pudiera admirar, más allá de los genuinos héroes de Malvinas, había que rastrearlos en la lejana historia anterior a 1955: San Martín, Belgrano, Güemes, Mosconi, Perón, Savio, Juan José Valle y otros pocos contados con una mano.
Pero la vida, como a Pedro Navaja, te da sorpresas. En 2012 laburaba en la Subsecretaría de Trabajo y desde hacía rato veníamos sancionando a esclavistas que sostenían en condiciones infrazoológicas a obreros y sus familias en terrenos del ejército en Campo Los Andes. Mientras realizábamos una de esas inspecciones en unas viviendas colectivas llegó hasta nosotros una 4×4 verde oliva, se bajó un milico con la cara lampiña y colorada, se sacó la boina, me extendió la mano y me dijo: soy el Teniente Coronel Mariano Castelli, Jefe del Batallón de Ingenieros de Montaña 8. Lo saludé tiritando, le expliqué nuestro trabajo y me respondió que desde tiempo atrás nos estaba esperando, que necesitaba desalojar al hijo de puta -usó esas tres textuales palabras- que a pocos metros de su cuartel maltrataba a los trabajadores. Me invitó a su oficina para charlar, no dejé nunca de sentirme incómodo por su fusil apoyado en una silla cercana, pero me distendió escucharlo. Era un militar raro que me hablaba de terminar con la trata de personas. No podía creer que un teniente coronel me estuviera diciendo, en la misma guarnición donde estuvo detenido mi viejo sin juez ni ley, que cuidar a los obreros era defender a la patria. Me invitó a conocer el batallón, fuimos hasta un campo cercano dónde realizaban maniobras, me explicó que su especialidad era construir puentes, nos metimos en un especie de cueva que terminaba en un pozo que oficiaba de su búnker de campaña, allí hablamos de la paz, del Che Guevara, de la guerra de guerrillas y fue entonces cuando él me dijo que no tenía por qué cargar con el lastre de los genocidas, que formaba parte de un nuevo ejército que miraba al futuro. Me puso su boina, nos sacamos una foto, nos despedimos y me fui a mi casa con una sensación rarísima, mezcla de miedo y esperanza.
En pocos días nos pusimos de acuerdo con las medidas legales que había que implementar y el ejército, después de años, inició las acciones judiciales que terminaron expulsando de los lotes usurpados a Juan José De Marchi, uno de los más importantes productores de ajos de Mendoza y explotador sistemático de laburantes.
Con Mariano nos juntamos a charlar algunas veces más. Un par de meses antes de su traslado a Buenos Aires lo invité a una conferencia de Felipe Piña, accedió gustosamente, me regaló entonces un libro con una compilación de estudios sobre Juan Perón. Fue la última vez que nos vimos.
Desde entonces periódicamente nos comunicamos por mail. Es la única persona que siempre contesta, con sus pareceres sinceros y afectuosos, las notas que escribo, publico y comparto por correo electrónico. Por sus mails también me enteré que estuvo conduciendo a militantes kirchneristas en 2013 en el rescate de los inundados de La Plata, que dio una charla en Ciencias Sociales de la UBA invitado por los estudiantes, que representó a la Argentina en una Asamblea de la ONU en Suiza sobre la eliminación de ciertas armas y que cada tanto está encabezando ejercicios para abordar posibles desastres naturales.
En el penúltimo mail que me mandó se calentó un poco con una de mis notas publicadas en el semanario La Quinta Pata (http://la5tapata.net/el-negocio-de-mariano/ ). Me criticó que suelo bardear a los milicos, peyorativamente, poniéndolos a todos en la misma bolsa, desconociendo a los que están dispuestos a entregar la vida por el prójimo, y escribió una frase que me conmovió por completo: “…he visto mucho, y te digo que los sonidos de los chicos en nuestras plazas son los mismos que los de aquellos niños que juegan con las bombas en Medio Oriente…”
En su último correo electrónico me enteré que lo designaron Director de la Escuela de Ingenieros “Teniente General Juan José Valle”. Sí, Valle, el mismo de la resistencia peronista fusilado por la dictadura de Aramburu en 1956. Valle, quien poco antes de recibir el suplicio le escribió a su verdugo: “…como argentino, derramo mi sangre por la causa del pueblo humilde, por la justicia y la libertad de todos, no sólo de minorías privilegiadas.”
No olvido, no perdono, ni me reconcilio con los milicos genocidas ni sus apologistas. Nunca creo que vaya a entender para qué sirven las armas ni los ejércitos. De máxima sólo puedo admitir que son un mal necesario para la defensa del pueblo. Pero, nada les interesa mi opinión, existen igual y en los cuarteles hay miles de militares. Quiero tener la esperanza que haya muchos del Ejército de San Martín, que nunca estén dispuestos, como mi amigo Mariano Castelli, a manchar su espada con la sangre de los hermanos.
Ricardo Nasif
http://la5tapata.net/el-ejercito-de-san-martin/