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Carlos Alonso expondrá su obra en Killka

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En esta entrevista telefónica, el enorme artista que es Carlos Alonso responde sin ocultar nada, mostrando con toda humildad sus logros y sus llagas.

A través de ellos se ve al hombre de bien, fiel a su ideario social y político, y desde su arte se aprecia cómo un gran artista puede convertir una dolorosa realidad en belleza deslumbrante. Belleza dramática, trágica y, desde luego, conmovedora.

Como todos los genios, es totalmente consciente de lo que hace y argumenta que no es pintor-pintor, sino que siempre se remite a representar la realidad que le tocó vivir.

Tragedia nacional y personal

-Después de un largo período de silencio -dice-, después del proceso militar, intenté reflejar, muchas veces sin éxito, lo que significó para mí la experiencia tan dolorosa de la última dictadura y el efecto del genocidio en el cuerpo social y en mi propia vida. Fueron diez años de intentos, muchas veces fallidos, porque la materia, para quien ha sido víctima, es muy difícil de manejar. Incluso hay una especie de resistencia personal a convertir en arte algo que pertenece a otra índole.

Y agrega: «No hay nada que pueda reparar ciertas pérdidas, sino apenas, a veces, la justicia, cuando viene. De todas maneras, como fundamentalmente soy pintor y la pintura ha sido la única forma de sustento y de defensa de mi estructura como persona, no tenía otra forma de solucionar esa lucha interna más que a través de mi trabajo».

“Después de diez años de intentarlo, pude componer una serie de dibujos que llamé ‘Manos anónimas’. Fueron una forma de sanación y de reflexionar sobre la tragedia nacional y la tragedia personal. Esa tragedia marcó para siempre a nuestra sociedad e incluso torció nuestro destino como seres civilizados. La comprobación de tal magnitud de violencia, de crueldad y de asesinato organizado, ponía en duda todas las relaciones que uno podía tener con la civilización», cuenta Alonso.

Y continúa: «Pude lograrlo y quedó esa serie de 45 dibujos que, por fortuna, conseguí que salieran del cajón donde pasaron unos cuantos años, y terminaron formando parte de un museo que, en el fondo, es la aspiración de todo artista: incorporar al bien común y al patrimonio cultural lo que uno hace. El día que fui a la inauguración de esa sala y vi los 45 dibujos colgados en el Palacio Ferreira, en Córdoba, tuve la sensación de que, aunque fuera en parte, en pequeña medida, había cumplido con una deuda que tenía con mi hija y con lo que había pasado en la dictadura».

Volver al principio

-A partir de ese momento -dice con naturalidad y quien escucha trata de esconder la propia emoción-, es como que me liberé interiormente. Y me dije: bueno, hice lo que pude y ahí está. Ahora sirve para que la juventud pueda, también, no sólo leerlo en el periódico o en la historia o verlo en películas, sino sentirlo desde la pintura, desde el arte. Eso me dio una especie de nueva libertad, que me permitió volver a la pintura de una manera mucho más llana, despojada de todo mensaje, de todo contenido ideológico, de toda connotación política. Por eso, volví un poco a mi principio. Es como si hubiera empezado pintando, de muchacho, los paisajes de Mendoza y ahora he vuelto a eso, a esa pintura que intenta, sencillamente, reflejar un instante y dar lo que me queda por dar como pintor.

-¿Eso es lo que vas a mostrar en Killka?

-Sí. Es una serie de 28 cuadros que pinté del 2006 al 2009.

-La última serie que te vimos en Mendoza fue ‘Hay que comer’, pintada ya en 1968. ¿Qué la motivó, ya había tanta violencia en la Argentina?

-Los primeros dibujos sobre el hambre, los pinté cuando tenía veinte años, estudiando con Spilimbergo. Cuando terminó esa experiencia, me fui a vivir a Santiago del Estero y allí nació la serie de estos chicos famélicos, esta tragedia de marginación y, sobre todo, yo ya lo tenía como toque genético. A mí me interesaba que mi trabajo tuviera una referencia de la realidad que me tocaba vivir. Nunca fui, cómo decirte, un pintor-pintor. Siempre fui un pintor muy mezclado con mis ideales, con lo que sentía que era un deber: que ese lenguaje que constituye mi quehacer, sirviera al bien común. O sea que, aparte de ser algo intrínseco de mi naturaleza, tuve la claridad (en ese sentido, una de las pocas que he tenido), de ver que eso era lo que me correspondía hacer, porque eso era yo como artista.

Retratos del alma

Sus retratos no sólo muestran la excelencia en lo técnico sino su enorme talento para captar psicologías y aun hacerle decir algo más al personaje.

-Cuando estudiabas en la Academia de Bellas Artes, sé que hacías retratos de tus profesores y compañeros. ¿Eran ensayos estilísticos, alguna vez te inclinaste por lo caricaturesco?

-No, por lo caricaturesco no, pero siempre estuvo presente el humor. Siempre fue un elemento que integró mi trabajo. Siempre pensé que un sesgo de humor era importante para quitar solemnidad y darle, todavía más, una verdad más amplia, que incluyera también esa característica, aun cuando fuera humor negro.

-Ingres decía que el dibujo es la probidad del arte y hubo una época, al menos en la Argentina, en que se lo desdeñaba. ¿Es real esa competencia entre dibujo y pintura?

-Cuando hice la primera exposición en Buenos Aires, prácticamente, no había muestras de dibujo. Se lo consideraba como una etapa de la pintura, un momento preparatorio para el cuadro definitivo. Había pocos pintores grandes, como Gómez Cornet o Spilimbergo, que exponían dibujo como principio y fin de una obra, no como algo que conducía a la pintura. Ese modelo me sirvió porque, además, yo sentía el dibujo como algo esencial de mis condiciones para abordar la plástica. El retrato fue y sigue siendo una temática a la que vuelvo permanentemente.

-Todos los grandes museos del mundo están llenos de excelente retratos. Para vos ¿el retrato es, a la vez, un homenaje y un testimonio?

-No, en los retratos no pensé en homenajes, más bien quise, a veces, mostrar ciertos modelos, como cuando pinté a Renoir. No era un homenaje sino, más bien, traer a la memoria, traer a nuestro tiempo la idea de que, aun con las manos tomadas por la artritis y con los pinceles atados a ellas, se podía pintar. También, el caso de Spilimbergo.

El matadero y el malón

Lo llevo indirectamente, de nuevo, al tema de la violencia.

-Dice José Pablo Feinmann que la violencia en la Argentina, para no ir más lejos, comenzó con la muerte de Liniers y terminó con las Madres de Plaza de Mayo, que pidieron justicia y no venganza. ¿Estás de acuerdo?

-Para mí, la violencia, personalmente, comenzó cuando ilustré ‘El matadero’. Pude constatar en esa lectura, ilustrándola, que a veces se pasa de ser un oficio que empieza en la vaca, a algo que abarca toda la sociedad. A veces, un comportamiento y una frecuentación de la sangre hace que sea una realidad un tanto indiferente. Y que no se distinga bien, dónde empieza una cosa y dónde termina otra. Seguí con ‘La guerra del malón’, que fue otro genocidio, donde la violencia seguía siendo ejercida, también por el poder, hacia algún sector de la sociedad más débil o incapaz de poder defenderse.

-¿Lo último que estás haciendo, entonces, son los paisajes?

-Sí, y sigo. Ayer estaba leyendo en el catálogo de Diego Arrascaeta, que es uno de los pintores jóvenes más interesantes que ha salido de Córdoba, lo que dice Carlos Gorriarena: “Hay artistas que celebran la vida, como Henry Matisse y hay otros que no tienen nada que celebrar, como Edvard Munch”. Yo estoy, ahora, tratando de celebrar la vida, después de no haber tenido mucho que celebrar en todo ese período del que te hablaba antes.

(Fuente: Diario Los Andes- Andrés Cáceres – Especial para Estilo)