Es complejo historizar cuando la única fuente de consulta es el recuerdo. Lo evocado recupera información razonable pero también sensaciones corpóreas, recreaciones de colores y sombras, aromas, músicas, ruidos, tibiezas, también dolores. La Historia se pretende generalmente como intérprete de datos objetivos, rara vez como transmisora de los sentimientos que nublarían los hechos.
En el Libro de los abrazos, Eduardo Galeano nos cuenta:
“Yo ya llevaba un buen rato escribiendo Memoria del fuego, y cuanto más escribía más adentro me metía en las historias que contaba. Ya me estaba costando distinguir el pasado del presente: lo que había sido estaba siendo, y estaba siendo a mí alrededor, y escribir era mi manera de golpear y abrazar. Sin embargo, se supone que los libros de historia no son subjetivos.”
“Se lo comenté a don José Coronel Urtecho (…) Y a orillas del río San Juan, el viejo poeta me dijo que a los fanáticos de la objetividad no hay que hacerles ni puto caso:”
“- No te preocupés -me dijo-. Así debe ser. Los que hacen de la objetividad una religión, mienten. Ellos no quieren ser objetivos, mentira: quieren ser objeto, para salvarse del dolor humano.”
La actual crisis griega nos viene pegando cerca, por más que las distancias geográficas e históricas nos separen en kilómetros y tiempos. Las imágenes que nos llegan de allí se evidencian en el corto plazo de la piel. Como si un déjà vu le hiciese trampa a la memoria para dejarnos caer en la duda sobre lo lineal de los sucesos y la relatividad del espacio.
Jamás fui a Grecia, aunque por estos tiempos he tenido la sensación clara de haber estado en las mismas ruinas económicas que hemos visto por televisión o en algún rincón de las fotos de los diarios que describen el descarrilamiento del ajuste.
Me pasa de vez en cuando que algunos estímulos me hacen sentir un momento presente puntual como una reedición de un tiempo ya vivido, que ya estuve ahí, que la película la conozco, que no lo soñé, que casi puedo predecir lo que vendrá cual remembranza del futuro.
Los sabores y, fundamentalmente, los aromas me suelen disparar algunos de esos recuerdos. Por ejemplo, el estallido de la crisis del 2001 tiene para mí sabor a capuchino y olor a sala de espera de hospital público. En diciembre de ese año yo trabajaba en el Hospital Antonio Scaravelli de Tunuyán. Cuando todo voló por los aires estaba hasta la coronilla de tomar capuchino: espumoso, livianito, cortado, puro, o a cucharadas secas del envase. Resulta ser que en ese momento yo tenía un contrato basura de auxiliar administrativo por nueve horas diarias de trabajo en negro que el Estado me cambiaba por $647, pagaderos con veinte días de retraso -la mitad en moneda de curso legal y la otra parte en papelitos coloreados llamados LECOP-. El sueldo -llamado honorario- no le alcanzaba a mi familia ni a mí para empezar el mes y tomé entonces por costumbre habitual desayunar, almorzar y merendar de los frascos de capuchino que el tesorero del hospital compraba para la administración. Porque debo admitir con pudor, que el capuchino era un privilegio de la burocracia, y yo gozaba de la prerrogativa. Los enfermeros, las compañeras de la limpieza y los de mantenimiento garroneaban con suerte yerbeado en la cocina.
No es común que cuenten los aromas ni los gustos en el relato histórico de los libros. Tenemos claro el sonido de las cacerolas batiendo al ritmo del que se vayan todos de fines de 2001, también es fácil evocar el ardor de papilas por el humo de las cubiertas quemadas en los piquetes, aunque no hay a la vista -ni a la lengua, ni al olfato- datos registrados de los sabores varios de la ollas populares, ni del aroma del ambiente de la Plaza de Mayo cuando el helicóptero levantaba el vuelo de la decadencia.
Cuando leo, veo y escucho sobre la crisis griega y el menú del ajuste se me viene el gusto a capuchino, la sensación del colon irritable y el olor inconfundible a hospital. No recuerdo sin embargo la fragancia de los perfumados europeos que estuvieron por entonces en Mendoza, enseñándonos a administrar los recursos escasísimos o inexistentes para satisfacer las dolientes necesidades concretas de los enfermos. El Banco Mundial, o alguna de esas runflas financieras internacionales que nos prestaban dólares, también nos mandaban especialistas para quedarse con una tajada de los billetes y adiestrarnos sobre cómo usar los restantes. Donde yo trabajaba estábamos asesorados por una consultora catalana. Espero que no se me olvide jamás cuando un profesional español de las ciencias administrativas me enseñaba “logística del abastecimiento” mientras las estanterías de la farmacia del hospital estaban casi vacías y no sólo los sueros, también los analgésicos y los antibióticos, se administraban por cuenta gotas que no alcanzaban para cubrir los tratamientos; los enfermos domiciliarios oxígenodependientes se quedaban a las boqueadas y sin tubos para llevar a sus casas; los ancianos fracturados de cadera no eran operados porque no teníamos dinero para comprar las prótesis; no había repuestos de la aparatología que se rompía; las incubadoras hacían cortocircuitos que quemaban a los bebés; la cooperadora reunía entre los vecinos alimentos para los internados que no cubrían siquiera tres días y un ganadero generoso donaba media res de carne, que llegaba a la cocina, en la caja de una camioneta, tapada con la sanidad de una carpa.
O sea, los ladris catalanes nos enseñaban logística del abastecimiento y yo, que era el encargado de compras, podía adquirir y acopiar casi nada, porque los proveedores no nos fiaban más y se negaban a transar con nuestros fofos LECOP.
Tengo muchos recuerdos aún dolientes de entonces. Ahora mismo se me viene el de una mañana de sábado que me llamó desesperada una instrumentista desde el quirófano, para decirme que estaban operando a un accidentado, que tenía el hígado partido y que no había catgut -un hilo de sutura- para terminar de cosérselo. Con los pocos pesos de la caja de donaciones voluntarias de los pacientes compramos un hilo -y sólo uno- que le salvó la vida, sabiendo angustiosamente que en cualquier momento podía ingresar a la guardia del hospital el próximo herido y que los insumos para sostenerlo con vida no estaban.
Me avergüenza la frivolidad, pero el capuchino tiene lo áspero de la angustia, sabor a desolación, a impotencia. Y cuando escucho que alguien en Europa o en Mendoza promete ajuste, austeridad o déficit cero, se me impregna el cuerpo de esa mezcla de olores a remedios, lavandina, baño público, tufo a pata y ahogo de la sala de espera del hospital, donde el 19 de diciembre de 2001 veía en TV el reality de los policías en acción matando a jóvenes que resistían en las calles.
La palabra recordar, dice Eduardo Galeano, proviene del latín. Re-cordis significa volver a pasar por el corazón. Recordar, frente a la tragedia griega televisada, es sentir de nuevo los aromas, los sabores y el insoportable dolor en las tripas.
Ricardo Nasif en http://la5tapata.net/re-cordis/