La política es la forma en la que los sujetos administran sus conflictos. Es la herramienta, de la cual se valen los ciudadanos de un Estado para adquirir formas de organización que administren las diferencias entre éstos. Es, a su vez un instrumento de transformación o de mantenimiento del estado de las cosas: según sea el uso de esta, será el fin que se obtenga.
La política por definición no es ni buena ni mal, es política. Esta definición, casi de carácter informal, solo esta dirigida a dar una interpretación más o menos valedera sobre el término y las acciones que se derivan de éste. Lo importante es que, en esencia, la política nos es inherente a todos, nos atraviesa: cualquier ámbito, ya sean instituciones escolares, empresas, hospitales, clubes de futbol, asociaciones, etc. es atravesado por la política. Esto es dado, básicamente, porque los seres humanos en el marco de la cultura, nos vinculamos de manera política, o dicho de otra forma, la política es la forma que encuentra la sociedad para organizarse. Sin pretensiones de discutir sobre la definición científica del término, ni mucho menos describir lo que es para unos o para otros la política, en algo si podemos hacer hincapié: la política tiene que ver con todos.
Sin embargo, desde hace algún tiempo se observa que la política practicada por los políticos argentinos, tiene dos versiones. Por un lado, la basada en la gestión, en el trabajo cotidiano, en el engrosamiento de las organizaciones políticas, en la solución de las distintas problemáticas. Y por otro, una versión extraña de la política o mejor dicho de quienes ejercen la política, fundada en el discurso “almidonado”, armado con lo que se presupone que la “gente” quiere escuchar.
¿Cuál es la razón por la que aparece una política de la acción y una política del discurso, (o si prefieren de la especulación)? Cierto es que quienes hacen política en general entienden que sus ideas, sus proyectos, sus formas, son los indicados para gobernar y es por esto que, a la hora de presentarlos a la sociedad, lo harán de la mejor manera posible, siendo la gente quien decide si votarlos o no. Sin embargo, desde hace algún tiempo, la afirmación “lo que quiere la gente”, impera casi como una certeza absoluta de una parte importante de la dirigencia política que, en lugar de presentar sus propuestas (creativas, responsables, de argumentaciones sólidas), ha decidido rodearse de quienes les dicen qué es lo que la “gente” quiere. Asesores de imagen, encuestadores, publicistas, manejan el centro de comando, y cual gurúes indican, a parte de la dirigencia, qué decir, qué hacer, cómo hacerlo, qué corbata va mejor, cuál es el clima social, etc… ¿Está mal que un político se asesore sobre el clima social, los gustos de la gente, las necesidades, etc.? ¿Es superfluo o innecesario que busque mejorar su imagen, su discurso, su forma? Claro que no, el tema es que, en esa industria de fabricar políticos con llegada masiva, con discursos elaborados sobre “lo que la gente quiere escuchar”, quedan al margen las propuestas reales y concretas sobre lo que se tiene o se pretende hacer, las formas para resolver diferentes conflictos, los caminos diseñados para lograr desarrollo, crecimiento, bienestar.
¿Qué genera esto? Básicamente la pérdida absoluta de la identidad política: cuando se dice algo, a los meses es cambiado, si el encuestador mide que la “opinión” de la gente se ha modificado. O peor aún, si el asesor de imagen detecta que el espacio político al cual pertenece ha caído en cuanto a recepción en la ciudadanía, se salta de un partido político a otro, sin el mas mínimo pudor. Las ideas no se sostienen, la forma supera al contenido y la organización política pareciera estar subordinada a la publicidad.
Un proyecto político requiere de todo, de ideas, de proyectos, de militancia, incluso de buenos proyectos comunicacionales, pero la política en general no puede solo estar subordinada a esto último. Si un proyecto político se define como serio, debe al menos sostener sus ideas en el tiempo, debe de ser coherente con lo que verdaderamente se piensa y sobre todo, lo que dice no puede ser solamente el resultado de las encuestas circunstanciales sobre lo que se supone “quiere la gente”, porque al fin y al cabo, lo que quiere la gente se refleja cada dos años en la urna y esa es la única encuesta válida.