Un atardecer que inspira un vendaval de palabras brotadas desde la misma columna vertebral, desde la mismísima mano que deposita pulsos para garabatear sensaciones que no disimulan mi andar, ni mucho menos mi sentir a cada metro.
Caminando por callejones de un acuñado destino turístico como lo es Cartagena junto a su prima inseparable Santa Marta, es que un farolito alumbró y la atención se depositó sobre los lugareños que dan pulmón y sostén a cada uno de los días de estos lugarcitos magnéticos de una desmesurada superficialidad.
No me sorprendió para nada la conclusión, más bien me enalteció el entendimiento al ver que la transitan más de un centenar de HÉROES ocultos. Esos que vienen de estas aguas y arenas. Esos que visten a diario los roles más servicial y a primera vista SIMPLES. Heladeros, vende sombreros, a veces con algún que otro engaño para el estómago como alguna “arepa huevo”; o hasta aquellos que se las juegan con algunas notas musicales para sacar un mango maduro de los bolsillos más llenos pero menos generosos.
Es así que me decidí por rescatar en estas líneas un elogio más que necesario para esos héroes, que sin duda distan muchísimo de los articulados y ficticios provenientes desde un norte vacío. Por eso me quedo con algo que a mi modo sean palpables, y que por linda causalidad la vida los va poniendo en primera plana en este viaje.
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Hace unos días llegamos a Santa Marta con muy poco dinero, una variable repetible en este camino latinoamericano. Por suerte y azar del destino caímos al comedor ambulante de un hombre de 56 años, al preguntarle por el menú y el precio resultó ser algo elevado para el escaso menudeo (monedas) que contenían nuestros bolsillos. Pero solo en cuestión de segundos nos miró a los ojos para decirnos amablemente “MUCHACHOS, LES ACOMODO EL MENÚ”, con un tono bien costeño y colombiano que se desplegó en armoniosas sílabas.
El asunto fue muy simple bajó el precio para ofrecernos una exquisita comida que sería la veintiúnica del día y que por suerte ya era de noche, lo que nos daría un golpe gastronómico para dormir con el estómago a media asta.
Los días se continuaron inevitablemente al ritmo de una semana que aceleraba sus pasos y como recomienda el instinto de supervivencia nos acercaba cada noche a visitar a Heraldo y a conocer un poco más de su vida, más que nada en el hacer “ SU HACER” que es la cocina. Porque hay que reconocer que es un hombre de pocas palabras pero de grandísimos hechos.
En uno de los primeros días en cercanía de su puestito móvil de comida habíamos visto que le ayudaba un pibe de la calle que andaba pasando sus días como podía, pero por las noches era el ayudante número uno del gran chef. Una mano lava la otra y favores son favores entre gente del mismo palo. Heraldo recibía ayuda con lavado de platos y este chico un buen plato de comida.
Por dejarlo enmarcado en el tiempo, fueron exactamente cinco noches las que pasamos a cenar y en cada una de ellas siempre hubo ayudantes deferentes. Él no excluía a nadie; mientras hacía rebajas convenientes a viajeros sin tiempos permitía la colaboración de algunos descalzos y con hambre en su humilde restaurante ubicado en la vereda con apenas dos mesas y ocho sillas de plástico.
Entonces me dije: ¿Por qué no dejar brotar la historia de un verdadero héroe? Justamente uno que no combata el fuego con armas, ni mucho menos uno de esos plastificados y ficticios, que aparentan fuerza en vacíos superpoderes. Sino de este tipo de héroes, los que luchan a diario por un mango y ese mismo mango lo reparten con los que menos tienen.
Pienso que este mundo necesita más héroes en SERIE y en SERIO, esos que nacen de la tierra sudamericana para dar frutos eternos, esos que están ahí pero escondidos a los ojos ocupados por una burda superficialidad y que consumen solo apariencias. Hablo de estos héroes, de carne y hueso como nosotros.
Un día impensado, por una ruta latinoamericana conocí a Heraldo, que además de enseñarme mucho con tan poco, representó a la inmensa cantidad de héroes que nutren sin ser muy conocidos esta Mayúscula América.
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Para Heraldo, escrito en el techo del Hostel Miramar en Santa Marta el 09-03-14
Sergio Salinas y Sebastián Quiroga