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30 años de democracia y una dictadura que no es sólo pasado

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30 años de democracia argentinaHoy se cumplen 30 años de democracia ininterrumpida en Argentina, 30 años del fin del gobierno de facto iniciado el 24 de marzo de 1976 y finalizado el 10 de diciembre de 1983, día en el que Raúl Alfonsín asumía la presidencia del país.

Pocas ocasiones pueden ser más favorables que este día para proponerse un ejercicio de reflexión sobre la actualidad, sobre lo que somos, y sobre lo que queremos para el futuro. Pero, antes de empezar, advierto que se trata de un ejercicio difícil porque nos exige accionar un músculo que casi hemos perdido por falta de uso, que es aquél de pensarnos como comunidad, de concebir un proyecto colectivo.

Y es que somos fieles a la religión de nuestra época, la competencia individualista, que nos enseña a buscar la salvación en la vida privada, y a resguardarnos del pecado capital encarnado en lo público y lo colectivo

¿Pero qué tiene que ver el individualismo de nuestros días con la dictadura militar? En realidad tiene todo que ver: nuestro individualismo actual es, básicamente, un resultado de la dictadura. La concepción de lo privado e individual como escalón superior de la vida es lo que persiste de la dictadura en cada uno de nosotros.

La muerte de más de 30.000 personas (y las demás atrocidades cometidas) no fue una casualidad ni tampoco el resultado de una guerra, sino que formó parte de un plan muy bien pensado, el cual tenía por objetivo instaurar un orden económico, político y social determinado. Las fuerzas armadas y sus aliados aspiraban a forjar una sociedad diferente, y lo lograron.

El terrorismo de estado apuntó a la represión, tortura y exterminio físico hacia un sector de la población bien definido: todos aquellos compatriotas que tenían ideales políticos. Los militantes, los activistas estudiantiles y sindicales, los manifestantes, los que creían en una sociedad más justa. En síntesis, se aniquiló a la parte más activa de la población, a los que creían en proyectos colectivos, que pensaban y vivían la política como medio para mejorar la vida de la comunidad, y que actuaban para defender esos ideales.

Ese exterminio permitió al gobierno de facto realizar cambios radicales en el plano de lo económico, imponiendo con las armas un modelo de corte neoliberal, modelo en el que las fuerzas del mercado pasan a primer plano por sobre cualquier otro actor social, como el Estado y los movimientos sociales, por ejemplo. Las reformas de Alfredo Martínez de Hoz apuntaron hacia una liberalización extrema de la economía, instituyendo la competencia de mercado como principal mecanismo de regulación social. Fue entonces cuando aprendimos que la competencia individualista –el sálvese quien pueda, la ley de la selva– es un modo legítimo y válido para llevar adelante nuestras vidas. Aún más, nos convencimos de que es el único modo, ya que las otras alternativas eran la muerte o el exilio.

Después de la transición democrática gestionada por el radicalismo (1983-1989), vino la década menemista, que fue la cristalización perfecta en lo económico-social del modelo liberal iniciado por la dictadura. En  los ‘90 incorporamos aún más profundamente la idea de que el mercado, el consumo y la competencia son el verdadero camino hacia el bienestar. Completamos así nuestra transformación: de ser ciudadanos pasamos a ser consumidores, segmentos de mercado con mayor o menor poder adquisitivo.

Solo después del brutal estallido del modelo neoliberal, con la crisis del 2001, se hizo evidente que no existía realmente en el país una dirigencia que pudiera forjar un proyecto de gobernabilidad real, evidencia simbolizada por el escape en helicóptero de Fernando de la Rúa de la Casa Rosada.

Y fue entonces cuando reaparecieron los sobrevivientes de aquella generación exterminada en la década de los 70.No sólo las personas físicas, representadas en Néstor Kirchner y después Cristina, sino sobre todo las ideas y proyectos que marcaron a fuego a esa generación: la concepción de que es el Estado y no el mercado quien mejor puede guiar la vida de un pueblo, la claridad sobre la necesidad de regular una economía que bajo el liberalismo va hacia la catástrofe social, y –a la base de todo esto– la convicción de que sólo un proyecto colectivo puede guiarnos hacia un país mejor. En síntesis, una generación que resucitó de las cenizas para sacar al país de uno de los peores momentos de su historia, demostrando que es necesario volver a pensar como comunidad, volver a ser ciudadanos.

Con esto no quiero decir que el kirchnerismo haya erradicado el individualismo de nuestro país. El individualismo y la competencia salvaje están aún fuertemente arraigados en todos nosotros; son el legado fuerte que el régimen militar nos dejó, legado que vive en nuestro presente y que es la parte más difícil de extirpar, porque hunde sus dientes en el orden de lo cultural, en la forma de pensar de la mayoría nosotros.

Sin embargo, hoy se discute y se piensa sobre política, modelos económicos, planes sociales, aborto, matrimonio igualitario, drogas, rol de la mujer en la sociedad, género, rol de los medios de comunicación, rol de la oposición, y de tantos otros temas que apuntan a clarificar qué democracia queremos y cómo lograrla.

No sólo se discute, sino que muchos de esos temas han sido objeto de políticas concretas que apuntan hacia una profundización real de la democracia. Entiendo que la reciente aplicación de la ley de medios es el ejemplo más logrado en este sentido, porque incide justamente sobre uno de los ejes del modelo económico impuesto por la dictadura. También la revalorización de los derechos de la mujer y de las minorías sexuales, son esenciales.

Mención especial merecen los juicios a los genocidas de la dictadura. Uno de los mejores ejemplos lo tenemos en Mendoza, que realizará un juicio histórico el próximo 17 de febrero en el que serán imputados más de 40 funcionarios de la dictadura, incluyendo a ex miembros del Poder Judicial que desempeñaban hasta hace poco tiempo funciones públicas en nuestra provincia.

Sintetizando: si bien hemos gozado de30 años de democracia ininterrumpida en el plano de lo formal, creo que han pasado pocos años desde que comenzamos a salir verdaderamente de la dictadura. Poco más de una década diría yo, desde 2002 en adelante. Aun habiendo muchas cosas criticables en las gestiones kirchneristas, es innegable que han sido modelos concretos de profundización democrática en nuestro país.

De todas maneras, el camino por recorrer es largo aún, y mucho ejercicio será necesario para darle madurez a esta democracia joven. Tal vez la siguiente frase nos puede ayudar a reforzar la capacidad de pensar como ciudadanos y atenuar así un poco más esos resabios de la dictadura que viven en nuestro presente:

“No estoy de acuerdo con su opinión, pero daría mi vida para que usted pueda seguir expresándola” (Voltaire)